miércoles 24 abril 2024

Alicia y las maravillas en las redes

por Walter Beller Taboada

“¡No estoy loco!

Mi realidad es simplemente diferente a la tuya”

El personaje de Lewis Carroll, la niña del curiosismo, cuyas aventuras en el País de las Maravillas han sido objeto de deleite de generaciones y generaciones, es un icono que indiscutiblemente forma parte de la cultura popular. El gran público la conoce no tanto por Carroll sino por Disney. Pero también por personajes que han encontrado diversas caracterizaciones, como es el caso del Conejo Blanco (vistiendo un chaleco y consultado un reloj), la Reina de Corazones, el Gato de Cheshire o el Sombrero Loco (por ejemplo, interpretado por Johnny Deep en la película de Tim Burton, 2010). Alicia es un nombre recurrente en personajes de la literatura o del cine, representando a mujeres curiosas e intrépidas (como el personaje femenino del serial de Netflix, “El Gran Hotel”).

En muchos sentidos, la composición de la novela de Carroll nos ofrece una fuente de reflexiones sobre la dinámica de las redes sociales. Fue publicada en 1865; nació en una época muy lejana a las tecnologías de la información y del funcionamiento de las redes sociales La primera red se desplegó en el año 1997 (cuando apareció SixDegrees.com). En la novela, Alicia se adentra en un universo de personajes y situaciones en las que aparentemente privan los sinsentidos, los absurdos y lo más alejado de la realidad. De forma similar, en las redes se pueden leer opiniones sensatas, razonables y justificadas, al lado de expresiones completamente disparatadas, incongruentes y carentes de toda lógica. Las redes son un universo donde la libertad de creencias parece no tener limitación alguna. Es la moderna caja de Pandora: todo cabe, hasta la insensatez galopante.

En eso difiere Alicia en el País de las Maravillas. Porque detrás de cada disparate hay un razonamiento lógico, aunque complicado. No se olvide que la obra fue escrita por un lógico y matemático; su nombre real era Charles Lutwidge Dodgson. Usando el humor y el absurdo, Carroll-Dodgson plantea temas serios y trascendentes. No es lo disparatado por lo disparado mismo; es un recurso genial para entretener y, llegado el caso, poder desentrañar asuntos ligados a la filosofía del lenguaje y a la teoría de la lógica. Como todas las obras inmortales, admite varios niveles de lectura y asimilación.

De la lógica normal a la lógica delirante-hilarante

Humpty Dumpty le explica a Alicia que los regalos de “no cumpleaños” son mejores que los de cumpleaños, puesto que hay un número mayor de días para recibirlos. Pero a continuación, la lógica se va de vacaciones cuando entran a considerar la palabra “gloria”.

—No sé qué entiende por ‘gloria’—dijo Alicia.
Tentetiso [Humpty Dumpty] sonrió desdeñosamente:
—Naturalmente que no… hasta que yo te diga. ¡Significa que es un argumento aplastante en contra tuya!
—Pero ‘gloria’ no significa ‘argumento aplastante’ —objetó Alicia.
—Cuando yo empleo una palabra —dijo Tentetieso en tono despectivo— significa exactamente lo que yo quiero que signifique: ni más ni menos.
—La cuestión es si puede usted hacer que las palabras signifiquen tantas cosas distintas
—La cuestión es quien manda —dijo Tentetieso—; nada más.

Antes de este diálogo, el interlocutor de Alicia había usado los términos con significados usuales o “normales”. Pero en este otro diálogo, la arbitrariedad domina y las palabras ahora significan cualquier cosa que él quiera. Y uno podría preguntarse: o las palabras tienen un significado público, colectivo, socialmente admitido, o las palabras solamente son el vehículo para expresar cualquier cosa que un hablante tenga presente en un momento dado.

Las redes sociales oscilan entre uno y otro extremo. Dada la libertad irrestricta que priva en las redes, parece que todo vale: desde una ortografía correcta hasta los más evidentes atropellos a la ortografía y la sintaxis. Pero esto solo es una parte. La cuestión son los pensamientos que se expresan. Encontramos discursos respetuosos de los derechos de las personas y de eso que los abogados llaman “fama pública” de los sujetos, y discursos con otras manifestaciones inescrupulosas, ventajosas, que se valen del anonimato intrínseco de las redes y que emplean voces e imágenes para descargar sin recato sentimientos de ira y odio.

La posverdad y las redes, ¿qué fue primero?

Con frecuencia, se nos olvida que vivimos una época en la que el respeto a la autoridad ha caído en un descrédito que es mayor o menor según las circunstancias. El origen de la autoridad es sacro, no es profano, y corresponde a las sociedades tradicionales. Todo esto se fue erosionando poco a poco. Los movimientos contestatarios, la contracultura, tuvieron su tiempo y así como surgieron desaparecieron. Pero fueron dejando semillas de ruptura contra el sistema establecido. Las sociedades de masas y el desarrollo de los medios de comunicación terminaron de trastocar el antiguo orden sacro.

Ilustración de EDELVIVES

Hoy priva entre nosotros eso que se denomina la posverdad, que como hemos indicado bien podría derivar de las expresiones de Humpty Dumpty: el sentido de las palabras no va más allá de lo que yo designo. Wikipedia nos dice del término ‘posverdad’ lo siguiente. “Posverdad o mentira emotiva es un neologismo que describe la distorsión deliberada de una realidad, con el fin de crear y modelar la opinión pública e influir en las actitudes sociales, en la que los hechos objetivos tienen menos influencia que las apelaciones a las emociones y a las creencias personales.” Aunque esta caracterización parte del supuesto que hay una realidad y esa es distorsionada, quienes asumen la posverdad ni siquiera creen que tal cosa exista. Su paraíso es el relativismo total. Pero como cualquier relativismo, resulta siempre autocontradictorio: si toda verdad es relativa, esta afirmación también lo es.

También tiene la posverdad un uso político, sobre todo en las campañas negativas, llamadas campañas de lodo, en las que solo tiene valor aquello que sirve para denostar al adversario. Han sido los populistas quienes más emplean la expresión posverdad u otras equivalentes para tratar de mostrar que cualquier forma de periodismo que no sea obsecuente con ellos, solo puede ofrecer visiones sesgadas, interesadas, malévolas o de plano falsas.

Al igual que en las redes, las políticas de la posverdad inventan lo que denominan narrativas, que surgen de la nada, o apelan a una modalidad de historia que les resulta conveniente. Por supuesto, no hay argumento o explicación que cuente. Los argumentos no cuentan porque ya no importa la razón sino la emoción y la convicción personal. La historia no cuenta porque, siguiendo la frase nietzscheana —no hay hechos, solo interpretaciones—, ningún dato, ningún acontecimiento tendrá relevancia; solamente lo que cada quien cree o supone.

“Por favor miénteme; necesito creerte”

Hoy es prácticamente imposible apelar a una libertad —en las redes o en las relaciones sociales— que se sujete a algún principio universal de la propia razón, porque parece dramáticamente inaccesible que las personas encuentren en sí mismas criterios para controlar sus móviles afectivos y para inhibir su impulsos en aras de una convivencia racional y comunicionalmente efectiva, como quiso alguna vez Habermas.

Por eso queda como un dilema la regulación o no regulación de las redes. Nadie quiere el control férreo de China, pero tampoco se debería aceptar el uso irresponsable que lleva a la difamación y la calumnia, a la incitación del terrorismo, de la trata de personas, de la pornografía infantil… El problema será hallar criterios fiables y generales. De ahí el énfasis en el contenido mismo de las palabras. Los que enarbolan la posverdad no son sensibles a la necesidad de criterios. Los gobernantes tampoco quieren saber de criterios, porque eso abre discusiones y los gobernantes las rechazan como la peste.

Pero justamente por todo esto, debemos volver al sentido de las palabras y respetar su significación legal, como una condición indispensable para generar criterios. No nos quedemos en la polisemia de los personajes que desorientan a Alicia en su incursión en el País de las Maravillas.

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