viernes 26 abril 2024

Ahí estaban los fanáticos, desde hace más de 30 años y no supimos qué hacer

por Marco Levario Turcott

Ahí estaban ya, hace poco más de 30 años, y no supimos que eran el bostezo inicial de un fenómeno mundial que, poco a poco, se iría extendiendo.

Ahí estaban, en las aulas y los campos de la Universidad Nacional Autónoma de México, rumiando siempre la cultura de la derrota: todos eran traidores menos ellos y el diálogo como disposición y exigencia política era sinónimo de entreguismo. Estaban entre nosotros, jóvenes de huarache y morral que cargaban libros para adoctrinar y no para azuzar al pensamiento. Todavía tengo en mi mente sus rostros desfigurados, el grito destemplado y el odio hacia el otro. Fueron los tiempos de la huelga estudiantil de 1986.

Son los hijos de la frustración, escuchas de la nación saqueada y la devaluación, víctimas de un futuro que no les llegó y, acaso por eso, todavía marca las horas de su infancia aunque ya rebasen los cincuenta años. Fueron, o se dijeron, de izquierda aunque (casi) ninguno de sus postulados mantengan salvo el apelativo para guardar identidad y descalificar al otro qué es de derecha. Seres conservadores en esencia, también renunciaron a la aventura de pensar.

Ahí los tuvimos hace mucho tiempo, convivimos con ellos y, a veces, hasta soñamos juntos en un mundo laico y comprometido con el derecho a las minorías (bailé punk con varios de ellos -me reservo sus nombres- en favor del derecho a la libertad sexual). Los tuvimos y no siempre o no en todo momento los combatimos. Nos faltó sagacidad para entender eso que estaba con nosotros y, también, no pocas veces, nos sentimos atemorizados: el joven que no pensaba como ellos podría ser expulsado o difamado al señalársele como agente de gobernación o títere del rector en turno. Ahora ellos son los padres de la frustración permanente, los hijos del odio, necesitados de venganza.

Ese fenómeno mundial se fue extendiendo a golpes de una democracia sobrecargada de expectativas, vale decir, que fue pregonada con más ventajas de las que ésta comprende. Mandaron al diablo a las instituciones y, como damnificados de la política neoliberal, también mandaron al diablo lo que oliera a empresa y libre mercado. Así, negando todo, se asumen como seres alternativos y, casi siempre, se sitúan por encima de los demás.

Ahí los tuvimos, no los derrotamos y ahora, aunque muchos de ellos han ganado, persiste la cultura de la derrota. No saben ganar, quieren la aniquilación del otro y, sin darse cuenta, promueven la propia autodestrucción, el aislamiento, la orfandad intelectual y moral.

Son seres antisistema, el agua del caño que de pronto salió a borbotones en Bolivia y Venezuela, Estados Unidos, Honduras y Nicaragua. En Brasil también y amenaza en Holanda, además de Francia y Alemania. En algunos casos como Brasil y Estados Unidos, incluso con tintes fascistas.

Aquí están en México, el fanatismo los ha carcomido y pretenden hacer lo mismo con los otros. Siguen avanzando, la razón no los inhibe sino los enfurece aún más. Necesitamos dar lo mejor de nosotros mismos para hacerles frente, más aún, incluso, con la formidable ventaja que tienen de esconderse en el anonimato o insultar y difamar (y luego bloquear) a la distancia entre una computadora y otra a miles de kilómetros.

Ahí los tuvimos en la UNAM, seguro también estaban en otros lados. Pero ahí en la UNAM, lo que me corresponde decir, es que nunca pudimos calibrar el tamaño de esa bestia colectiva. En lo que toca a mí responsabilidad, ofrezco disculpas a mis compañeros de aquel entonces y a los jóvenes que aún no nacían. Nosotros también somos responsables de la demagogia populista, antisistema, tan atractiva para muchos hoy día, aunque eso nos implique una regresión autoritaria y una involución a décadas que creímos superadas. Les ofrezco disculpas de nuevo y mi compromiso para no desmayar ni distraerme otra vez. Ni un solo momento.

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