jueves 28 marzo 2024

Abroguemos ya nuestras leyes electorales

por Fernando Dworak

Debo confesar que me siento indignado en este momento y, aunque el sentimiento no sirve para hacer análisis, sí es útil para identificar mejor el problema y a partir de ahí, identificar soluciones. Por eso quizás lo que escriba sea particularmente debatible, pero estoy dispuesto a argumentar cuando esté más ecuánime.

Dicho esto, de unos meses al día de hoy me siento más enojado por la ineptitud comunicativa y organizacional de todos los partidos, políticos, académicos, intelectuales, organizaciones de la sociedad civil y think tank que deberían ser una alternativa que de cuanto esté haciendo el ejecutivo y su partido. De nada sirve indignarse con los malos si los buenos son unos incompetentes.

Por ello, y sabiendo que las alternativas colapsaron, quisiera proponer que se abrogasen todas las leyes electorales, empezando con la derogación del artículo 41 constitucional, para empezar otra vez desde cero. Incluso podríamos aprovechar el verdadero talento de Manuel Bartlett y colocarlo de vuelta en la Secretaría de Gobernación para que de una vez administre las elecciones de 2021. La razón: el modelo electoral que se vino construyendo desde 1977 ha fracasado.

Nuestras leyes electorales son idóneas para países divididos y de hecho se ha exportado nuestro modelo a Iraq y Afganistán por esa misma razón. Sin embargo, no sirvió para consolidar la democracia, arraigar una cultura democrática entre la población o formar partidos políticos sólidos y competitivos.

Se optó por sobrerregular el régimen de partidos en vez de abrir las puertas a herramientas que fomenten la rendición de cuentas, como el empoderamiento del ciudadano a decidir sobre la permanencia o no de sus legisladores y autoridades municipales a partir del desempeño. Como resultado, las normas crearon partidos aislados de la ciudadanía, con dirigentes cuya única virtud era el control vertical de recursos y candidaturas.

Todavía peor: a partir de 2007 las normas electorales se convirtieron en reglas para la protección de un oligopolio: lo que llamamos “partidocracia”. Con recursos públicos y acceso a medios de comunicación, muchos optaron por mantener la beca a través de estar dentro de un umbral de representación en vez de competir. El modelo restrictivo de comunicación política los afianzó en la zona de conforto donde todavía siguen metidos, gozando del privilegio público en lo que se les ocurre hacer algo.

Tanta sobrerregulación hasta el absurdo tampoco sirvió de gran cosa: bastó con un líder demagógico que por un lado pedía esa misma sobrerregulación pero que hacía cosas totalmente distintas, junto con un séquito de fieles más electivos que un cadenero para que las autoridades electorales optaran por el apaciguamiento, la maroma y el incumplimiento de sus leyes hasta que dejaron de significar algo en sí mismas. Hoy vemos que, desde el gobierno, ese líder y su partido hacen lo que hacía el viejo PRI, pero justificado por un coro de víctimas de la posverdad: de nada sirvió tanto absurdo normativo. Pero eso sí, no hubieran hecho esas mismas cosas los otros partidos, porque habrían organizado una revolución en su momento.

Volvamos a los tiempos cuando los líderes de la oposición tenían estatura moral y vivían para la política en lugar de ella. Nos está costando muy caro mantener sus becas públicas mientras piensan que son buenas ideas relanzar liderazgos quemados o a los baby boomer de siempre en vez de apostar por el recambio generacional o fortalecer sus estructuras locales.

Un ejemplo de ello es lo que sucede ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Confieso que, aunque no apoyo necesariamente todas las decisiones de Arturo Zaldívar, reconozco que el ministro presidente está operando desde el más crudo realismo político. Por ejemplo: ¿qué será peor, tener un Pleno con afinidad al gobierno, que puede ser en algún momento cambiado, o un daño mayor con una Tercera Sala si comienza a jugar al héroe como pretenden muchos opositores? Porque si llegara a ocurrir lo segundo, no podrían hacer nada para apoyar a Zaldívar, aparte de indignarse, reaccionar y adoptar una pose autocomplaciente desde el buenismo.

Listo, ya lo dije todo.


Este artículo fue publicado en Indicador Político el 15 de octubre de 2019, agradecemos a Fernando Dworak su autorización para publicarlo en nuestra página.

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