martes 19 marzo 2024

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por etcétera

A principios de mes, la justicia de Nicaragua ordenó la captura del escritor Sergio Ramírez, exvicepresidente del sandinismo original y crítico de su reencarnación dictatorial, por, dicen, “traición a la patria”. Y a mediados, cuando parecía que el peronismo ganaría las primarias abiertas de Argentina, la sociedad se hartó y dio su voto a la centroderecha para castigar al gobierno por su manejo cínico de la pandemia.

El rechazo unánime del mundo a la persecución de Ramírez simboliza la derrota moral de la izquierda latinoamericana así como el resurgimiento de la sociedad civil argentina es una cachetada política a uno de los proyectos más agresivos de la llamada “marea rosada” regional.

El siglo XX y las dos décadas del actual han dado suficiente evidencia: salvo excepciones, la izquierda latinoamericana no ha sido democrática sino autoritaria. La amplia mayoría de la izquierda jamás se preparó para gobernar, apenas para llegar al poder. No ha generado propuestas de crecimiento, solo de redistribución de la pobreza. No piensa el futuro desde el presente, vive pertrechada en un pasado rancio, encerrada en dogmas desde los que pontifica con superioridad moral.

Este es el elefante en la habitación del que no hablamos: la izquierda latinoamericana es de derecha. Cuando debió demostrar de qué estaba hecha, en los primeros veinte años del siglo XXI, mientras gobernaba buena parte de la región, probó que gusta de los gobiernos fuertes, descree de los acuerdos y no tiene imaginación cuando se queda sin dinero.

El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, dio el último ejemplo del amor de la izquierda por el autoritarismo de cuates: recibió con honores a dos autócratas —Nicolás Maduro y Miguel Díaz-Canel— y les regaló aplausos y elogios. La crisis pandémica, por otro lado, nos recordó la ineptitud administrativa de la “marea rosada”: América Latina se benefició de los buenos precios de las materias primas durante la primera década del siglo, pero la izquierda, que gobernaba en buena parte de sus países, jamás previó cómo administrar las expectativas sociales cuando el ciclo se acabara.

El resultado: países más pobres y con culturas políticas menos democráticas. El kirchnerismo tuvo miles de millones de dólares en gasto social tras el default de 2001, pero ahora, tras al menos 14 años de gobierno, Argentina enfrenta nuevos pasivos sofocantes y una pobreza inmoral. El chavismo y el sandinismo de Ortega incapacitaron política y económicamente a Venezuela y Nicaragua. La dictadura de la familia Castro ha estado hundiendo su isla privada en el Caribe durante más de medio siglo. AMLO critica el legado del neoliberalismo pero ajusta como neoliberal y antagoniza con el feminismo como un conservador. Bolivia y, hasta cierto punto, Ecuador exhibieron reducciones históricas de la pobreza —bravo— pero sus líderes creyeron que eso les daba derecho a presidencias vitalicias.

A mí me enseñaron que la izquierda representaba la cúspide de los valores humanistas e intelectuales. Solidaridad, inclusión, equidad. Creatividad e inteligencia. Honestidad. Defensa de la democracia igualitaria. Diálogo. Vocación por el cambio.

Pero en su mayoría, la izquierda latinoamericana ha estado lejos de esas ideas. Vive en conflicto con la novedad y le gustan los juegos de suma cero, así que mientras incluye a unos, excluye a los demás. Una pena. La izquierda latinoamericana, de tan vieja y machista, acabó apenas algo menos esclerótica y prostática que la derecha. Milita en el atraso: moral de los años cuarenta, cosmovisión de la Guerra Fría de los cincuenta y —siendo bondadoso— manual económico de los sesenta. Jamás ajustó su prisma político más allá de los setenta, está tan perdida como los años ochenta y es depresiva y oscura como los noventa. Finalmente, entró a un siglo de transformaciones veloces asustada, así que se refugió en el dogma. Como no quiere reconocer que debe diseñar el futuro reformando al capitalismo, decidió que mejor toma el poder y vive de las rentas del Estado.

Hace días me preguntaba por qué tiene tan baja calidad el debate público de nuestra progresía izquierdista. Como fui parte de ella alguna vez, me costó admitir que aquel amor fue autoengaño: la izquierda latinoamericana es intelectualmente mediocre y políticamente infantil. Jamás procesó la victoria del neoliberalismo —no como modelo económico sino como construcción cultural que baña las decisiones de las personas— y desde allí falla en todo, del diagnóstico a la planificación y ejecución.

Una región tan desigual como la nuestra necesita una nueva izquierda. Y ser realmente de izquierda hoy, pienso, es asumirnos socialdemócratas. No es casualidad que los proyectos más serios de la izquierda sean moderados: la Concertación chilena, Lula da Silva y Dilma Rousseff en Brasil, los uruguayos Pepe Mujica y Tabaré Vázquez. Todos abrazaron el gradualismo, entendieron que la inversión social debe ser responsable y, a diferencia de sus desaforados camaradas, aprendieron a convivir con el capital. En Brasil y Chile, por ejemplo, sus líderes comprendieron que fomentar la internacionalización reduce el peso político local de las empresas —pues dependen menos del mercado interno— y ayuda a la competitividad global del país: ninguna economía crece excluyéndose de un mundo interrelacionado.

Pero en una abrumadora mayoría de los casos, la izquierda latinoamericana piensa y actúa mal. No acuerda, impone. No dialoga, arenga. No da la mano, sube el dedito. Cuando debe negociar, fractura. En vez de proponer, solo se opone.

Si la izquierda es moralmente superior, debiera estar a la altura de esa aspiración porque, al final, las impostaciones se pagan. Mientras, deberemos buscar maneras de superarla. La vanguardia no está en los iluminados que babean con el matrimonio neoperonista Laclau-Mouffe sino, diría, en conversaciones abiertas con la sociedad civil para favorecer la creatividad. Debemos normalizar el pluralismo, buscar acuerdos de largo plazo ampliando el centro político con transversalidad; más justicia fiscal y beneficios sociales expandidos y sostenibles, y tanto más.

Es precisa una discusión amplia. Las sociedades más estables —y justas— son consensuales, no cultoras del conflicto. Cuando la izquierda derechista se acabe, el ostracismo será el destino de los vulgares.

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