viernes 29 marzo 2024

Recomendamos: Primeros años 70: El lenguaje de la chaviza setentera, por Bertha Hernández

por etcétera

A los pocos días del escándalo de Avándaro, las autoridades federales emitieron una instrucción dirigida, en particular, a las estaciones radiofónicas “de complacencias” y a las que llamaron “juveniles”, para que nadie hablara “caló” al aire, porque se corrompía “el idioma, las buenas costumbres, las tradiciones y las características nacionales”. Pero el lenguaje de la onda, “in” y alivianado, había llegado para quedarse.

Por más que los medios de comunicación, las autoridades y en general el “mundo adulto” insistió en definir como “caló” al lenguaje de los chavos setenteros, y con ello intentaron desterrarlo de la vida de todos los días, lo cierto es que fracasaron. Todavía le jugaron al asombro, al desconcierto: con ese “caló”, “todos se expresaban y se entendían”, apuntó un cronista enviado a Avándaro. Otro se asombraba de la claridad de los mensajes que aquel fin de semana se dijeron ante los micrófonos. Uno de los organizadores, para solicitar la colaboración de la multitud y que fueran respetuosos con los policías que vigilaban el festival, solicitó: “La gente armada de uniforme es muy alivianada, pero hay que alivianarse para que nos alivianen”. “¡Y ellos entendieron!”, se sorprendía el reportero.

El lenguaje de la onda ya se había integrado al chip nacional.

LA CHAVIZA, LA MOMIZA Y LA ONDA. En esos tempranos años setenta, esas nuevas maneras de hablar eran ya algo perfectamente asimilado, para escándalo de algunas buenas conciencias. Era inevitable. La chaviza y la momiza marcaban, con las palabras, los alcances de su mundo, y, definitivamente, a los más jóvenes les traía sin cuidado lo que los integrantes de la momiza, es decir, los rucos, los viejos, pudieran opinar al respecto.

El tiempo les daría la razón. Hoy, el Diccionario del Español de México explica que “onda” es un comportamiento, o una forma de actuar; una actividad “que se adopta en un momento dado”. Pero hace casi medio siglo, a nadie se le ocurría que la respetabilidad del término llegaría hasta los diccionarios. En los setenta, se agarraba la onda o no se agarraba la onda; se agarraba el patín o se quedaban en blanco, sin comprender absolutamente nada.

En aquellos días, la palabra más socorrida, desde luego, era “onda”: como parte de la conversación, como reclamo publicitario, pero allí estaba. Radio Juventud, una de las estaciones radiofónicas que transmitían rock mexicano —y que se habían anotado la hazaña de transmitir en directo el festival de Avándaro— se anunciaba con la suficiente claridad para que comprendieran sus clientes potenciales: “En la onda pesada, la primera y la mejor”.

Porque había diversas ondas: buenas, malas, pesadas, gruesas. Las dos primeras muchas veces permitían calificar la calidad humana, y en la eterna tensión jóvenes-adultos, los segundos generalmente acababan asociados a la mala onda. La televisión inventó, en la persona del cómico Alejandro Suárez, una parodia, Vulgarcito, que se vestía con pantalones hippies y se sujetaba el cabello con una cinta con estampado psicodélico y que hablaba en puro lenguaje de la onda. Pretendió ser una crítica y acabó convertido en un competente compendio que retrataba a muchos jóvenes mexicanos.

Así cambió nuestra forma de hablar.

¿AGARRAS O NO AGARRAS LA ONDA? Poco a poco, en la medida en que aquellos chavos de los setenta comenzaron a crecer y a volverse los adultos del país, su habla perdió el aura negativa que la generación anterior había intentado colgarle. Así, poco a poco fue dejando de ser extraño que la gente agarrara la onda cuando comprendía algo; a los ancianos dejó de írseles la hebra para írseles la onda. Los desconcertados se sacaban de onda, y los cortados no entraban en la onda del grupo o de la comunidad.

Las raíces del lenguaje de la onda tenían muchos orígenes: el habla de la frontera norte era uno de ellos, y hay quien estima que el lenguaje de los bajos fondos del México de los años cuarenta del siglo pasado también hicieron sus aportaciones.

Rimas, referencias frutales; el “is barniz” para decir que sí, y el ahora tan de moda, y rescatado de tiempos viejos, “me canso ganso” servía —y sirve— para hacer patente la voluntad de hacer algo. El saludo más breve era el “¿qué onda?” o el “¿qué ondón?”, y cuando las cosas se exaltaban, con un “no te azotes” dicho a tiempo, las cosas podían solucionarse.

Un “sí” se transformó en un sonoro “Simón”, o, más enfático, “Simón, simonazo”. Un “no” se volvió más rotundo cuando se transformó en un “nel” o en un categórico “nelazo” o hasta un “nel pastel”. E invitar a una chava a “dar un volteón” era ir a dar un paseo, y un rato era “un rayovac” —Ray-O-Vac era una marca de pilas que existía en esos días—. Claro que la chava en cuestión podía responderle al sujeto que “ni maíz paloma”, y frenar de golpe sus pretensiones, porque acaso, a aquel muchacho, la chica “le pasaba un resto”, o “un restorán”, es decir, le gustaba mucho.

Desairado, el muchacho podía desquitarse llamando “fresa” a la orgullosa, pero si el desprecio le calaba hondo —“qué gacho, Nacho”—, podía aplatanarse, es decir, perder ánimo, ganas, alegría de vivir. Pero ahí estaban los amigos, siempre prontos a alivianar, a ayudar a remontar el trago amargo. Y el antes sufriente joven, volvía a ser el tipo de buen carácter, alivianado, de siempre.

La presencia innegable de las drogas aportó también su caudal al lenguaje de la onda: los pachecos fumaban mota, y los muy, muy aficionados a la yerba eran bien macizos; andar erizo era sufrir el síndrome de abstinencia, y sufrir un pasón era traer dentro bastante de algo; había buenos y malos viajes con las drogas, se podía pedirle al cuate o al compinche que rolara la mota o, con cierta picardía, decirle “zacatito pa’l conejo”, para que la yerba saliera a relucir.

El lenguaje de la onda dio en México para convertirse en el vehículo de la nueva cultura y hasta para literatura: De Parménides García Saldaña a Gustavo Sáinz, pasando por José Agustín y René Avilés Fabila, las generaciones que siguieron vieron con perfecta naturalidad cómo el habla de los chavos de los setenta se convirtió en herencia y en parte del mundo en el que crecieron.

COLORES, SABORES Y TRAPOS DE LOS SETENTA. ¿A qué olían los setenta? ¿A qué le sabían a los niños? ¿De qué color eran aquellos días? Los caballeros, sin duda, olían a Old Spice, a Aqua Velva, lociones de moda y profusamente anunciadas en televisión; los señores respetables, adultos, eran persistentes consumidores de Yardley. Casi todos estos aromas han desaparecido, o ahora, si acaso, los consumirán unos pocos. Tan solo avanzando un poco la época, la gente joven olería a Brut, una loción que, por cierto, cuando empezó a circular en México, venía de fayuca, de contrabando.

¿Colores? Los colores vivos, estridentes de la psicodelia siguieron en la vida diaria por un buen rato; y otros colores, no tan fulgurantes, irrumpieron de maneras curiosas o llamativas: la ropa interior masculina también marcó la diferencia generacional; los adultos usaban boxers en colores pálidos —verdes, cremas, azules— y los chavos usaban trusas de colores, verdes, rojas, negras azul intenso como una de las grandes novedades de la época. Esos mismos colores vivos, por primera vez, se pasaron a los pantalones, y era cosa de ver, porque en los años setenta, ser varón, no ser escolar de primaria y ponerse para salir un pantalón blanco, era pura y simple extravagancia. ¡Ni los chavos de secundaria pública usaban pantalones blancos, porque el uniforme era similar al de los conscriptos, con todo y gorra cuartelera!

Para las muchachas hubo novedades también: las medias podían ser de colores opacos —rojos, naranjas, azules, tantos como diera la imaginación— para usarse con las minis o con los celebrados hot pants, y los ligueros se fueron al cajón de las cosas poco prácticas, porque hicieron su aparición las pantimedias, y, para completar el cuadro, las pantiblusas. La publicidad también ofertó a los chavos mexicanos las panticamisas para hombres, aunque, aparentemente, no hubo muchos valientes que se aventaran, y se contentaron con estampados llamativos en camisas normales y pantalones.

¿Sabores? A los niños de los setenta, su infancia les supo a malteadas Bonafina, de fresa —se les notaba el conservador— y de chocolate, las meras buenas; sabía a yogurt de una marca olvidada, Chambourcy, de la que millones de mexicanos consumieron cientos de litros, porque empezaba a ponerse de moda la “comida sana”, y los padres jóvenes asumían que el yogurt de producción industrial era sano. Los niños comieron cualquier cantidad de chácharas enchiladas, y el Sal-lim y el Chi-Lim eran de las más socorridas; Twinkys, Submarinos, Gansitos y Pingüinos eran golosinas tradicionales, pero la década trajo novedades: los Pipuchos, que tenían su toque psicodélico y un pastelito aludía a las greñas “afro” que empezaban a usarse. Se llamaba simplemente “Negrito” y tenía en la envoltura un émulo del negrito bailarín de Cri-crí, pero modernizado y con y espléndido peinado. Hoy, la corrección política ha transformado a los “Negritos” en simples “Nitos”.

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