jueves 28 marzo 2024

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por etcétera

El nombre de Andrés Manuel López Obrador no estará en las boletas electorales el 6 de junio, pero es como si fuera a estarlo.

El Presidente anda en campaña y nada ni nadie lo detiene. No importa que la Constitución establezca que debe “suspenderse la difusión de toda propaganda gubernamental” durante la etapa de proselitismo del proceso electoral (artículo 41) y que los recursos públicos deben aplicarse con imparcialidad, “sin influir en la equidad de la competencia entre partidos” (artículo 134).

Tampoco pesan los exhortos, reconvenciones y medidas cautelares de las autoridades electorales. Él sigue en lo suyo, lo que más le gusta y le acomoda, lo que mayores réditos políticos le da. Y así seguirá.

López Obrador logró que el tema central de la actual contienda fuese el pasado. No la pandemia y sus muertos. No la inseguridad y sus asesinatos. No la contracción económica y sus desempleados. El pasado.

A falta de una oposición viva, el Presidente tomó como sparring a un rival liquidado. Pelea con el mismo contrincante que ya derrotó en 2018. Lo levantó de la lona para poderlo noquear de nuevo.

En esta esquina no está Morena, sino el dueño de la marca. De hecho, el partido del gobierno es una entelequia. Un cascarón, igual que la oposición. El Presidente podría soltarlo y se haría añicos contra el piso. Tal como sucedió en 2018, los candidatos oficialistas que ganen su elección en mes y medio le deberán el cargo. Por sí mismos, nada serían

Seguramente, López Obrador sabía que no involucrarse en la contienda significaría dar el triunfo a sus adversarios el 6 de junio.

Por eso no puede darse el lujo de respetar la legalidad. Él conoce de sobra las reglas sobre el papel de los servidores públicos en la campaña. Se las sabe porque se aprobaron por exigencia suya, luego de sus derrotas en 2006 y 2012. Lo que tal vez no intuyeron los políticos que les dieron vida, buscando apaciguarlo, es que el tabasqueño las usaría para alcanzar la Presidencia y luego las tiraría a la basura.

¿Qué deben estar pensando los expresidentes Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto? Quizá que fueron muy tontos en apegarse a la ley. Que debieron haber hecho lo mismo que hoy hace López Obrador: desconocer la Constitución, al cabo no pasa nada; hacer campaña abiertamente desde la Presidencia en contra de sus adversarios.

Está por verse si la jugada le saldrá a López Obrador. Las encuestas muestran que su popularidad crece cuando se pone en modo campaña, cuando hace parecer que tiene un rival delante. La duda aún está en qué tanto se traducirá eso en votos para Morena y sus aliados. Lo sabremos en 46 días.

Pero, independientemente de si el oficialismo retiene la mayoría en San Lázaro y de cuántas gubernaturas, alcaldías y congresos locales logre ganar, el Presidente seguirá en campaña. Porque después del 6 de junio sigue el 1 de agosto. Ese día se llevará a cabo la consulta popular para juzgar a los “actores políticos” del pasado.

López Obrador no logró que la pregunta avalada por la Suprema Corte incluyera la palabra expresidentes, como pretendía él, pero así como todo mundo sabe quién es “ya sabes quién”, no hay secreto alguno sobre quiénes son los destinatarios de ese ejercicio.

De ahí sigue la “revocación” del mandato. Lo entrecomillo porque en realidad se trata de buscar una confirmación del apoyo de la gente. A reserva de que el proceso se active legalmente –qué irónico sería que lo convocaran sus partidarios, pues por primera vez un jefe de Estado se sometería voluntariamente a semejante proceso–, lo más seguro es que se lleve a cabo en marzo de 2022.

“¿Quieren que me quede o que me vaya?”, preguntará entonces. Y advertirá, como siempre, que gente deberá decidir entre dejarlo continuar o regresar al antiguo régimen. Así lo acaba de hacer con motivo del debate sobre prolongar el mandato del presidente de la Suprema Corte: o se queda Arturo Zaldívar otros dos años, advirtió, o triunfa la corrupción.

De tal suerte que el mandatario continuará por muchos meses en la tribuna, lanzando golpes contra un pasado que ya no existe. Y así seguirá hasta que alguien logre articular un discurso que lo obligue a medirse con el presente o hasta que la terca realidad lo acorrale en su esquina.

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