jueves 25 abril 2024

Recomendamos: Comiendo ansias, por Pascal Beltrán del Río

por etcétera

A estas alturas del sexenio pasado, la mayoría de los interesados en la política mexicana daba por hecho que la candidatura presidencial del PRI en 2018 saldría de entre el dúo formado por Luis Videgaray y Miguel Ángel Osorio Chong.

Los más arriesgados aseguraban que uno de ellos sería el siguiente ocupante de Los Pinos. Y, como sabemos, dicha propiedad, convertida en residencia oficial del Ejecutivo por Lázaro Cárdenas, es hoy un centro cultural de medio pelo, y quien despacha en Palacio Nacional no es mexiquense ni hidalguense.

Como la historia de la sucesión presidencial está llena de vericuetos, yo no me compré del todo aquel cuento. Preferí pensar que podía haber una tercera opción para la candidatura del oficialismo. Por eso, en junio de 2015, escribí en este espacio que José Antonio Meade –entonces secretario de Relaciones Exteriores– también estaba en la competencia. “El periscopio del canciller” se tituló aquella entrega.

Hoy tampoco creo, a diferencia de muchos, que la jefa de Gobierno capitalina, Claudia Sheinbaum, tenga en la bolsa la candidatura de Morena y, mucho menos, la Presidencia de la República.

Primero, por lo que dije antes. La historia, que siempre es buena maestra, enseña que en muy pocas ocasiones los presidentes han podido heredar el poder a quienes prefieren, y menos veces aún quien arranca en primer lugar termina ganando la carrera.

Muchos predilectos del Presidente en turno y también muchos favoritos en las quinielas –que no son siempre la misma persona– se han caído del caballo y no han alcanzado la candidatura.

Además de haberse equivocado con Videgaray y Osorio, los futurólogos ya habían perdido sus apuestas con Fernando Casas Alemán, Gilberto Flores Muñoz, Alfonso Corona del Rosal, Mario Moya Palencia, Manuel Camacho Solís y Santiago Creel. ¿Por qué no habrían de equivocarse también con Claudia Sheinbaum?

Es verdad que la actual sucesión tiene características insólitas. Nunca antes había hablado un presidente de ella con tanta anticipación. Están por cumplirse nueve meses de que Andrés Manuel López Obrador mencionó que su movimiento tenía una “generación de recambio”, con lo que dio el banderazo inicial a la carrera. Asimismo, es la primera vez que un mandatario muestra de manera tan clara sus preferencias por alguno de los aspirantes: en este caso, Sheinbaum.

Pero también es posible que López Obrador esté engañando con la verdad, al estilo del presidente Adolfo Ruiz Cortines, quien hizo creer a la esposa del presidenciable Gilberto Flores Muñoz, y a muchos otros, que él era el tapado, cuando le dijo –como ha contado aquí José Elías Romero Apis– que no debía criticar los candelabros de Palacio Nacional porque se iba a acostumbrar a verlos (en realidad le estaba diciendo que ella nunca tendría el poder de decisión para cambiarlos).

Como digo, puede ser que López Obrador nos esté haciendo creer algo que no va a suceder, pero Sheinbaum ya tiene signos de la ilusión que le producen los apapachos presidenciales, como haber mandado hacer un video en el que se le ve comprando tacos de canasta a un costado de Palacio Nacional –para quitarse la fama de rígida, tratando de calcar, como hace con tantas cosas, el vínculo que el Presidente ha hecho con los antojitos– o haberse dejado fotografiar, para la portada de una revista, mirando por la ventana de su oficina, desde donde se ve claramente la sede del Ejecutivo.

Y ésa es la segunda razón por la que pienso que hay que tomar las quinielas con cautela: comer ansias es lo que condujo al desbarrancamiento de las aspiraciones de muchos que se veían con la banda presidencial ceñida. A los seguidores de la jefa de Gobierno debiera alarmarlos que una encuesta encuentre que las intenciones de voto a su favor no sean mucho más altas que las de Luis Donaldo Colosio Riojas, el joven, discreto y eficiente alcalde de Monterrey.

Todavía es temprano para considerar que está definida la contienda del aún lejano año de 2024. En la vida pública de este país, los imponderables nunca están muy lejos.

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