Es verdad que en la República Federal (al igual que en otros países europeos) siempre ha habido resentimientos xenófobos y antisemitas, como también grupos y partidos de extrema derecha. No son fenómenos nuevos. La novedad de estos últimos años es el exhibicionismo desvergonzado con el que se manifiestan en público estas posturas inhumanas, el desenfreno con el que se acosa y se hostiga en la calle a los que tienen un aspecto, unas creencias y una manera de amar distintos de los de la mayoría. La novedad es el consenso social sobre lo que es tolerable decir y lo que debe seguir siendo intolerable. El consenso de la Alemania de posguerra, que incluía la reflexión crítica sobre los crímenes del Holocausto como núcleo moral y político de la propia autopercepción, se ha vuelto frágil. Las convicciones racistas y antisemitas ya no se expresan a escondidas y en el anonimato, sino demasiadas veces abiertamente y con orgullo; no solo cuando uno está borracho en el bar, sino también estando sobrio y en televisión.
El desprecio racista y el nacionalismo han dejado de ser actitudes que solo se encuentran en los márgenes de la sociedad y con las que hay que guardar las distancias. Ahora están aquí al lado, entre nosotros. Si hace unos años me hubiesen preguntado si me podía imaginar que alguna vez se volvería a odiar con tanta arrogancia, a hablar y a acosar de esta manera en nuestro país, me habría parecido imposible.
¿Cómo ha podido pasar?
Diversos factores interrelacionados han producido un cambio profundo en la cultura política. La propaganda de los movimientos neonacionalistas repite sin cesar el mito según el cual en 2015 Angela Merkel “abrió las fronteras” por decisión propia (y contra la voluntad del “pueblo”), y con los refugiados sirios llegó la desgracia. Por más que insistan, sus afirmaciones siguen siendo falsas. Las fronteras ya estaban abiertas. Lo único que decidió Merkel fue no cerrarlas, evitando así los efectos devastadores que habría tenido la retención de los refugiados en los países balcánicos. No fue tan solo un bonito gesto humanitario (como si las mujeres solo fuesen capaces de eso), sino una inteligente decisión táctica. A diferencia de lo que insinúa la retórica de la derecha, con ello Merkel tampoco actuó en contra de su propio pueblo. En Alemania ya existía desde mucho antes un impresionante movimiento civil de apoyo a los refugiados sirios por parte de jóvenes y viejos, organizaciones e individuos, estudiantes y ciudadanía en general. El Gobierno reaccionó más bien tarde, ya que ese asombroso movimiento altruista transversal llevaba tiempo en marcha. De hecho, en esa época nunca hablé con nadie en Berlín, ya fuese un taxista o un verdulero, un transexual maduro o un policía joven, que no dedicase su tiempo libre a los refugiados. Con nadie.
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