viernes 19 abril 2024

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por etcétera

Durante sus primeras dos décadas del siglo XX el recién inaugurado Hollywood fue una juerga. La sociedad presuponía que la farándula se regía por reglas distintas al resto de la población y eso incluía un libertinaje sexual que a menudo no distinguía de géneros y que tampoco juzgaba a gays, lesbianas o bisexuales. En aquella época, la fluidez de género se consideraba lo más moderno en las grandes ciudades. Pero en 1931 tres escándalos enturbiaron la fiesta de Hollywood: se destapó la sórdida vida sexual de la actriz de moda Clara Bow, la prensa documentó las enfermedades mentales de la novia de América Mary Astor y el director F. W. Murnau falleció cuando su coche se estampó contra un poste eléctrico y la rumorología cuchicheó que el motivo había sido que el conductor, el asistente filipino del director, estaba recibiendo una felación de Murnau. El chaval tenía 14 años.

Varios grupos religiosos se manifestaron en contra de Hollywood, la nueva obsesión de la nación, y llamaron al boicot al considerar la industria del cine un lupanar de vicio y perversión que daba mal ejemplo al público. Por eso en 1934 se impuso el Código Hays, según el cual un comité de escoltas de la decencia prohibían aquellas escenas que ellos consideraban inmorales. Pero las estrellas debían ejercer como modelos de conducta también fuera de la pantalla (ya que sus vidas personales interesaban tanto o más que sus películas), así que los estudios incluyeron una cláusula moral en sus contratos: los actores debían llevar una vida acorde con los valores éticos y evitar situaciones indecentes, inmorales o que se prestasen al ridículo y a perder el respeto del público. Y esto, por supuesto, incluía cualquier escarceo sexual no normativo. Por eso la androginia de los artistas de los años 20 dio paso a virilidades y feminidades extremas. Por este motivo, estas diez estrellas se pasaron su vida ocultando su identidad.

Rock Hudson, “193 centímetros de masculinidad”

Su imagen pública. Hudson era un adonis cuyo perfil (una belleza armónica de buen corazón, sin profundidad ni neurosis) ayudó a Estados Unidos a salir de la oscuridad tras la Segunda Guerra Mundial. Sus papeles en Gigante y, sobre todo, en las tres ingenuas comedias románticas que protagonizó junto a Doris Day devolvieron el optimismo a la nación. En aquella época se le conocía como el Rey de Hollywood, un columnista lo describió como “193 centímetros de masculinidad” y en una ocasión acudió a un evento junto a la cantante Vera-Ellen disfrazados de estatuillas del Oscar.

Su secreto. Roy Fitzgerald trabajaba como camionero hasta que se sometió a una transformación para ser un producto prefabricado de Hollywood y, en concreto, del despótico agente de estrellas Henry Willson. Este le dio un nombre viril, curtió su voz hasta que necesitó cirugía en las cuerdas vocales y corrigió sus amaneramientos atizándolo con una regla cuando contoneaba sus caderas al andar o hacía aspavientos de más con las manos. La actriz Noreen Nash contó en 2007 que Hudson y Elizabeth Taylor apostaron durante el rodaje de Gigante quién de los dos se llevaría a James Dean a la cama primero y, según Nash, ganó Rock Hudson a los pocos días de empezar a rodar. En 1955, justo antes del estreno de GiganteLife lo puso en portada subrayando su soltería y asegurando que, a los 29 años, sus fans ya estaban “impacientes por verlo casado, si no tendrá que dar explicaciones”. La revista de cotilleos Confidential amenazó con destapar la homosexualidad de Hudson, así que Willson ofreció como sacrificio a dos de sus otros productos (Rory Calhoun, que había estado en la cárcel, y Tab Hunter, que era gay) y obligó a Hudson a casarse inmediatamente con su secretaria Phyllis Gates.

¿Salió del armario? Nunca. Hudson se separó de Gates, quien aseguraría que estaba genuinamente enamorada de él, a los 12 meses de matrimonio y jamás volvería a casarse. En la última alfombra roja por la que caminó, por el estreno de Estación polar cebra en 1968, algunos asistentes le gritaron insultos homófobos. El actor cayó en el olvido en los 70 al convertirse en una reliquia de la América más mojigata, hasta que regresó a las noticias en julio de 1985 cuando desveló que padecía sida. Él no pretendía contarlo, pero tras escribir de forma anónima a sus amantes para advertirlos uno de ellos vendió la historia a la prensa por 9.000 euros. Su último papel fue en Dinastía, donde la desinformación en torno al sida le llevó a falsear los besos por temor a que fuese contagioso a través de la saliva. El mundo se lo tomó como una confirmación de su homosexualidad y su muerte en octubre de aquel mismo año concienció a la sociedad en torno al entonces llamado “cáncer gay”: las donaciones ciudadanas para la causa se duplicaron y unos días después de fallecer Hudson el congreso anunció una inversión de 200 millones de euros para la investigación de la enfermedad. “Hace dos años organicé un acto benéfico por el sida y no conseguí que una sola estrella acudiese”, aseguraba Joan Rivers. “La admisión de Rock ha sido una forma terrorífica de atraer la atención del público americano”. O como sentenció Morgan Fairchild: “Rock Hudson le puso cara al sida”. Su amigo Ronald Reagan a quien llegó a visitar en la Casa blanca, sin embargo, todavía tardaría dos años más en pronunciar la palabra “sida” en público.

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