miércoles 24 abril 2024

Recomendamos: El odio entre arquitectos que acabó inventando el barroco

por etcétera

Iñigo Domínguez

Ambos crearon un nuevo estilo escultórico que embelleció Roma en el siglo XVII. Pero los dos luchaban por conseguir los mejores proyectos arquitectónicos. La clave era ganarse al Vaticano. Y uno lo hizo mejor que otro.


LA ROMA que conoce­mos, esa ciudad fastuosa y monumental, se debe en buena parte a dos tipos que se odiaron, los artis­tas Gian Lorenzo Bernini y Francesco Borromini, arquitectos y escultores. Se odiaron con tal dedicación, con tanta inspiración y talento, que casi fue una suerte para la capital italiana. A base de competir, acabaron inven­tando el Barroco.

No podían ser más distintos. Na­cieron cada uno en una punta de Ita­lia. Bernini en Nápoles, Borromini en el lago de Lugano, ahora Suiza. Por azar o destino, lo cierto es que en esta historia uno parece tocado por la for­tuna, Bernini. En cambio, Borromi­ni es una figura trágica, perseguido por la mala suerte hasta el último día, porque se suicidó de forma chapu­cera. Eso hace a los dos atractivos y es difícil tomar partido por uno, una tradición romana. La gente se hace de uno u otro, como de dos equipos. Bernini era extrovertido, agudo y bri­llante, protegido de los papas y un ge­nio natural, que un día esculpía, otro pintaba y al tercero escribía una co­media. Era rico, mujeriego y trasno­chador. Luego se casó felizmente y tuvo 11 hijos. Borromini, en cambio, tenía un talante silencioso, cerebral, era muy religioso, célibe, quizá ho­mosexual. Siempre vestido de negro, de carácter difícil, con broncas fijas con quien le encargaba un trabajo. Si Bernini seducía a la gente, Borromini la asustaba. Al primero se le acababa perdonando todo, del segundo se ter­minaban hartando todos.

El cruce de sus biografías casi hace realidad el tópico inventado de la película Amadeus entre Mozart y Salieri. Los dos coincidieron en Roma en su juventud, aunque Bernini ya era célebre desde su adolescencia. Se lo llevaron al papa Pablo V con 13 años, le pidió que le dibujara una cabeza y proclamó: “¡Este niño será el Mi­guel Ángel de su época!”. Se puede experimentar el impacto de su talen­to, lo que era capaz de hacer con el mármol, en la Galleria Borghese. La mano sobre el muslo de Proserpina o Dafne convirtiéndose en un árbol de laurel dejan con la boca abierta. Pero ya no hay mandíbula suficiente cuan­do uno se entera de que las esculpió con 20 años.

Borromini llegó a la ciudad con 19 años desde Milán, donde había aprendido el oficio en el Duomo. Se convirtió en la mano derecha de Car­lo Maderno, el arquitecto que rema­taba la basílica de San Pedro. En 1624 apareció por allí, porque lo impuso el papa Urbano VIII, un escultor imper­tinente con escuetas nociones de ar­quitectura, Bernini. Dentro de la mole de San Pedro, la estrella era el balda­quino que debía levantarse sobre el lugar donde, según la tradición, des­cansaban los restos del santo. El Va­ticano organizó un concurso, aunque se sospechaba que ya estaba decidi­do. En efecto, se han encontrado do­cumentos de 10 días antes del fin del plazo en los que Bernini ya encarga­ba los materiales. En realidad, como arquitecto solo había hecho pinitos, y apenas cuatro meses antes había recibido su primer encargo de una pequeña iglesia, Santa Bibiana. Para Maderno y Borromini, que era su nú­mero dos, era humillante.

Pero era solo el principio. Cuan­do murió su maestro, en 1629, Borro­mini esperaba heredar su puesto de arquitecto de la fabbrica de San Pe­dro. Toda Roma menos él sabía que el puesto sería para Bernini. El ex­perto Jake Morrissey apunta que la cualidad esencial de Borromini, ex­celsa como artista pero fatal para las relaciones públicas, era la de tener su propio mundo, una absoluta abs­tracción de la realidad. Fue un trau­ma, pero aceptó trabajar para Bernini de asistente. Colaboraron cinco años más y entre los dos acometieron los dos grandes proyectos del momento, San Pedro y el palacio Barberini, de la familia del Papa. Ambos contaban solo 30 años, algo inédito en la histo­ria de Roma.

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