Iñigo Domínguez
Ambos crearon un nuevo estilo escultórico que embelleció Roma en el siglo XVII. Pero los dos luchaban por conseguir los mejores proyectos arquitectónicos. La clave era ganarse al Vaticano. Y uno lo hizo mejor que otro.
LA ROMA que conocemos, esa ciudad fastuosa y monumental, se debe en buena parte a dos tipos que se odiaron, los artistas Gian Lorenzo Bernini y Francesco Borromini, arquitectos y escultores. Se odiaron con tal dedicación, con tanta inspiración y talento, que casi fue una suerte para la capital italiana. A base de competir, acabaron inventando el Barroco.
No podían ser más distintos. Nacieron cada uno en una punta de Italia. Bernini en Nápoles, Borromini en el lago de Lugano, ahora Suiza. Por azar o destino, lo cierto es que en esta historia uno parece tocado por la fortuna, Bernini. En cambio, Borromini es una figura trágica, perseguido por la mala suerte hasta el último día, porque se suicidó de forma chapucera. Eso hace a los dos atractivos y es difícil tomar partido por uno, una tradición romana. La gente se hace de uno u otro, como de dos equipos. Bernini era extrovertido, agudo y brillante, protegido de los papas y un genio natural, que un día esculpía, otro pintaba y al tercero escribía una comedia. Era rico, mujeriego y trasnochador. Luego se casó felizmente y tuvo 11 hijos. Borromini, en cambio, tenía un talante silencioso, cerebral, era muy religioso, célibe, quizá homosexual. Siempre vestido de negro, de carácter difícil, con broncas fijas con quien le encargaba un trabajo. Si Bernini seducía a la gente, Borromini la asustaba. Al primero se le acababa perdonando todo, del segundo se terminaban hartando todos.
El cruce de sus biografías casi hace realidad el tópico inventado de la película Amadeus entre Mozart y Salieri. Los dos coincidieron en Roma en su juventud, aunque Bernini ya era célebre desde su adolescencia. Se lo llevaron al papa Pablo V con 13 años, le pidió que le dibujara una cabeza y proclamó: “¡Este niño será el Miguel Ángel de su época!”. Se puede experimentar el impacto de su talento, lo que era capaz de hacer con el mármol, en la Galleria Borghese. La mano sobre el muslo de Proserpina o Dafne convirtiéndose en un árbol de laurel dejan con la boca abierta. Pero ya no hay mandíbula suficiente cuando uno se entera de que las esculpió con 20 años.
Borromini llegó a la ciudad con 19 años desde Milán, donde había aprendido el oficio en el Duomo. Se convirtió en la mano derecha de Carlo Maderno, el arquitecto que remataba la basílica de San Pedro. En 1624 apareció por allí, porque lo impuso el papa Urbano VIII, un escultor impertinente con escuetas nociones de arquitectura, Bernini. Dentro de la mole de San Pedro, la estrella era el baldaquino que debía levantarse sobre el lugar donde, según la tradición, descansaban los restos del santo. El Vaticano organizó un concurso, aunque se sospechaba que ya estaba decidido. En efecto, se han encontrado documentos de 10 días antes del fin del plazo en los que Bernini ya encargaba los materiales. En realidad, como arquitecto solo había hecho pinitos, y apenas cuatro meses antes había recibido su primer encargo de una pequeña iglesia, Santa Bibiana. Para Maderno y Borromini, que era su número dos, era humillante.
Pero era solo el principio. Cuando murió su maestro, en 1629, Borromini esperaba heredar su puesto de arquitecto de la fabbrica de San Pedro. Toda Roma menos él sabía que el puesto sería para Bernini. El experto Jake Morrissey apunta que la cualidad esencial de Borromini, excelsa como artista pero fatal para las relaciones públicas, era la de tener su propio mundo, una absoluta abstracción de la realidad. Fue un trauma, pero aceptó trabajar para Bernini de asistente. Colaboraron cinco años más y entre los dos acometieron los dos grandes proyectos del momento, San Pedro y el palacio Barberini, de la familia del Papa. Ambos contaban solo 30 años, algo inédito en la historia de Roma.
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