viernes 29 marzo 2024

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por etcétera

26 de abril de 1986. 1.27 de la madrugada. A esa hora explotó el reactor número 4 de la central de Chernóbil, en la antigua unión Soviética –hoy, Ucrania–. El accidente desencadenó la mayor catástrofe nuclear de la historia, cuyas consecuencias todavía perviven. En esa memoria aún oscura de lo que sucedió bucea Chernobyl, una mezcla entre documental y serie basada en hechos reales. La producción, de cinco capítulos y que ya se ha estrenado en España (HBO), relata el siniestro, la lucha por sobrevivir y tratar de salvar a la población de miles de héroes anónimos; pero también el afán de las autoridades de la Unión Soviética de esconder al mundo y a sus propios ciudadanos su actuación, de disfrazar la oceánica catástrofe. “¿Cuánto cuestan las mentiras? No es que vayamos a confundirlas con verdades, el peligro es oír tantas que ya no reconozcamos la verdad”.

Y la verdad a esa pregunta lapidaria con la que se inicia Chernobyl es que el accidente estuvo rodeado de ocultación, desorganización, mentiras. De propaganda. Y en una era como la actual, en la que la desinformación y las noticias falsas llegan amplificadas a la ciudadanía provocando la ruptura de las sociedades, el siniestro que ha cumplido ya más de tres décadas en aquella central nuclear soviética deja un mensaje y un legado importantísimos.

“Lo que ha pasado es algo desconocido. Es otro miedo. No se oye, no se ve, no huele, no tiene color; en cambio nosotros cambiamos física y psíquicamente. Se altera la fórmula de la sangre, varía el código genético, cambia el paisaje”, narra uno de los supervivientes en Voces de Chernóbil, el relato sobre el sufrimiento que siguió a la catástrofe que hace la Nobel de Literatura Svetlana Alexievich.

La estructura del reactor cuatro de Chernóbil ardió durante 10 días. Estas partículas invisibles contaminaron 142.000 kilómetros cuadrados. Desde el norte de Ucrania, el sur de Bielorrusia y la rusa Briansk. La lluvia radiactiva llegó todavía más lejos.

Las autoridades soviéticas intentaron minimizar durante años las consecuencias para la vida y la salud que desencadenó la catástrofe. Los médicos tenían prohibido poner en los expedientes sanitarios de sus pacientes cualquier cosa que sonara a radiación; y mucho menos dejar constancia de ello en los partes de defunción, como denunciaron después activistas y expertos.

En el año 2000, en su primer informe sobre el accidente, el Comité Científico sobre los Efectos de la Radiación Nuclear de la ONU reportó 30 muertos. Todos ellos policías, operarios, ingenieros o bomberos, que perdieron la vida como consecuencia más o menos directa de la explosión. Cinco años después, otro informe elaborado por expertos de la ONU, la Organización Mundial de la Salud y la de la Energía Atómica apuntaron habían muerto 4.000 personas. Y que con mucha probabilidad morirían otras 5.000 años después, como consecuencia de enfermedades relacionadas con la radiación. También constataron que esa radiación había viajado muy lejos.

Muchos de esos afectados, como refleja la miniserie creada por Craig Mazin (conocido por comedias como Resacón en Las Vegas) y dirigida por Jonah Renck, están entre los llamados “liquidadores”. Hombres y mujeres que trabajaron en la primera línea del desastre para tratar de apagar el fuego; mineros que excavaron bajo el núcleo para bombear nitrógeno líquido y así enfriar el combustible nuclear; soldados que –en cronometrados turnos de cinco minutos— se esforzaron por lanzar al interior del reactor dañado los cascotes que produjo la explosión; obreros y expertos que construyeron un sarcófago para evitar que la radiación siguiera saliendo. Miles de personas que absorbieron, en unos minutos, cantidades extremas de radiación mientras las autoridades soviéticas trataban de lidiar con el problema.

Más información: http://bit.ly/2VPNtA1

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