jueves 28 marzo 2024

Recomendamos: Bájate las bragas

por etcétera

Estoy en la cocina. Azulejos de color celeste que nunca me gustaron. Mesada de mármol. Pila de aluminio. Abro la nevera. Hora del almuerzo. Dos tomates y un pepino. No hay más. Los miro con una sensación parecida al desánimo y me consuelo pensando en el pan congelado que, rociado con aceite de oliva virgen extra, dará cierta contundencia a un menú de solitaria que se está repitiendo con excesiva frecuencia. Mientras cojo los tomates con una mano y empuño el pepino con la otra me pregunto por el significado de excesiva y de frecuencia. Hay otras preguntas que surcan el aire. Las aparco. Lavo los tomates. Noto la piel dura contra la palma. La temperatura. Los seco con el trapo de cocina que, todavía con las manos húmedas, extraigo del primer cajón del mueble de madera que hay junto al lavavajillas. Los abro por la mitad. El jugo se desparrama sobre el mármol junto a las pepitas. Entonces agarro el pepino. Demasiado grande para mí sola, pienso. Pero si dejo la mitad en la nevera acabaré por tirarlo. Decido comérmelo entero. Quizás me queda alguna lata de atún. Miro en la despensa y bingo. Pongo a tostar el pan. Me encanta el olor del pan tostado. Abro la lata de atún. Me mancho. Me cago en todo. Es un vestido del color de los azulejos que me he puesto esta mañana. De los pocos frescos y bonitos que tengo para andar por casa. Me ha saltado aceite justo en el escote. Suerte que no me he puesto sujetador. Detesto los lamparones de aceite. En fin.

Pelo el pepino. Le dejo algunos trozos de piel. Dicen que así no repite. No sé si es cierto. A mí me funciona. Justo cuanto voy a cortar la primera rodaja, me suena el móvil. Por norma general no contesto cuando como ni cuando estoy a punto de comer, pero el número desde el que llaman me resulta extraño y siento curiosidad. Tampoco me va de un rato. Es sábado. No tengo nada mejor que hacer. «¿Diga?». «Bájate las bragas».

Cuelgo deprisa. Como si quien ha llamado me estuviera viendo. Como si me estuviera espiando. Voz de mujer. Una voz desconocida y aterciopelada. Una voz imperativa. Decidida. Una voz que me ha calentado como hace tiempo que no me calienta nada ni nadie. La gente es tan previsible en general. Tan poco osada.

Me apoyo contra el mármol. Me subo poco a poco el vestido con la punta del pepino. Me moriría de vergüenza si alguien me viera. O quizás me gustaría que alguien me viera. Lo que no me gusta es la palabra pepino. Pienso en las muchas ventajas que tiene la vida en solitario. Con la punta del pepino me aparto las bragas hacia un lado. Me excita notar la frialdad, la piel rugosa. Entonces recuerdo la orden, «bájate las bragas». Obedezco. Solo me las bajo un poco. Hasta dejar al descubierto el pubis, las nalgas. Me acaricio, primero de a poco, después más deprisa. Cierro los ojos y me acuerdo de aquella vez en que un egipcio me pintaba los ojos en un comercio lleno de pequeñas botellas de perfume, de su cuerpo envuelto en una túnica marrón y de la erección con la que me empujaba mientras me miraba a los ojos y me los delineaba con un pincel untado de kohl en aquel silencio de aromas mezclados, suspendidos bajo un atardecer que El Cairo consiguió grabarme en la memoria corporal. Me corro. Me limpio con la palma de la mano. Soy una cerda, pienso, porque no voy a lavarme y porque tampoco voy a lavar el pepino. Así, tal como está, voy a cortarlo para la ensalada, a mezclarlo con el tomate, a rociarlo de aceite y atún, a metérmelo en la boca y a tragármelo todo.

Más información: http://bit.ly/2OPIqQI

 

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