sábado 20 abril 2024

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por etcétera

Siempre que uno va a Venezuela le pregunta a la gente allá si necesita algo.

Entonces cuando hace menos de un mes le pregunté a Rada, mi conductor y padre adoptivo venezolano, qué quería, me dijo que un chocolate.

Le traje su favorito: un Hershey’s de cookies ‘n’ creme, producto que conoció en sus viajes a la isla Margarita, por allá en los años 90, cuando ganaba lo suficiente como mensajero para ir de vacaciones a uno de los paraísos venezolanos.

Ya en Caracas, sin embargo, me di cuenta de que mi pregunta pudo ser anacrónica: la famosa barra de chocolate estadounidense se consigue fácilmente.

Fue ahí cuando entendí que la Venezuela donde viví entre 2013 y 2017, plagada de colas para comprar productos básicos subsidiados, ya no es la misma: la escasez y los controles de precios ya no están y la moneda de uso más frecuente —en el país del antiimperialismo— es el dólar: viejos y magullados billetes de 1, 5 y 10 dólares que han generado un pequeño boom económico.

Y los Hershey’s se consiguen, pero la gente como Rada, que son la inmensa mayoría, sigue sin poder acceder a lo básico, mucho menos a lo deseado. La vida del venezolano pasó de ser una odisea para conseguir una bolsa de harina —con la que hacen las imprescindibles arepas— a otra para ganarse unos dólares adicionales.

Los barrios populares como Catia y Petare, en Caracas, se han forrado de vendedores informales. “Buhoneros”, les dicen. La gente gana más plata ofreciendo alimentos, repuestos y electrodomésticos usados que trabajando en una empresa formal. El rebusque y los segundos y terceros trabajos —lo que acá llaman “tigritos”— se han disparado como la inflación y proliferado como los dólares.

La mayoría de venezolanos antes no conseguía los productos y ahora, que abundan, no puede pagarlos. Entonces trabajan el doble, y en lo que haya.

“Superar la polarización”

A las tiendas donde se consiguen los Hershey’s les llaman “bodegones”. Hay cremas para el cuerpo, mantequilla de almendras, encurtidos de alcachofa. Son como centros de culto a los productos suntuosos.

Pero el boom no es solo de bodegones.

En todo el país, por ejemplo, han abierto 30 casinos. Hugo Chávez los había prohibido en el pasado al considerarlos “antros” que “solo benefician a la burguesía”.

Y en Chacao, un barrio comercial y bastión opositor, acaban de abrir un establecimiento que sus promotores inauguraron como “la Caracas que soñamos”. Se llama Modo. Parece un patio de comidas, pero de lujo. Es como una pequeña evocación de la vieja Venezuela del ostento; una huella de la Cuarta República, de los tiempos antes de Chávez, pero en la era de Instagram.

Modo tiene cuatro pistas de bowling, cinco barras, tres restaurantes, una heladería, una guardería para niños, un horno de leña con tecnología de punta y una tienda de diseño en la que se venden obras de arte por hasta US$3.000.

Pero para Rada, que recibe una pensión de US$5 al mes, el chocolate sigue siendo, como dice él, “inalcanzable”: cuesta entre 1 y 2 dólares, el doble de lo que yo pagué en Bogotá

“Mira, yo soy de oposición radical y, te soy honesto, no sé de dónde vienen los reales para esto”, me dijo un comensal al que le hice la pregunta obvia: quién tiene tanto dinero —probablemente millones de dólares— para pagar esta inversión.

El joven siguió: “Esto (Modo) es algo que necesitábamos los caraqueños; fueron tantos años sin vida, sin salidas nocturnas, sin oferta cultural (…) Este es un espacio para unirnos, para sobrepasar la polarización que tanto daño nos hizo”.

Hace cinco años no se podía pasar un día sin hablar de política en Caracas. Los afiches proselitistas en la calle daban la idea de una campaña electoral permanente. Las familias con gente de ambos bandos ni se hablaban. La política era cotidiana.

Pero eso terminó. La apatía, tras años de frustraciones y de crisis económica, se apoderó del grueso que quiere un cambio político. Ahora la gente no solo se abstiene de votar, como se vio en las recientes elecciones regionales, sino que hasta prefiere omitir el tema.

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