Cualquier fuente tiene interés en que se difunda la información que proporciona. El profesional de la comunicación debe valorar ese interés y, si la pública, debe decidir si se hace parte de ese interés o no. Si se hace parte deja de ser periodista y se vuelve parte de la trama política y, si no, debe dejar claro a su fuente que el periodista decide el tiempo y el modo en que lo publica. Primero verificar, segundo, advertir que una fuente (que pidió el anonimato) le entregó el material (fotos, documentos, vídeo) y, tercero, dar contexto.
Si el comunicador se hace parte del interés de la fuente, digamos por ejemplo, un potencial delincuente, ese periodista puede incurrir en el riesgo de estar defendiendo a ese delincuente hipotético, consciente de ello, o no. Si no se hace parte entonces valora los patrones periodísticos, éticos y profesionales, para dar la información. Proporcionarla precipitadamente, aunque la información sea cierta, resta calidad informativa y no incentiva a las audiencias al consumo acurado de la información, las trata como tribunas o porras.
Los matices importan, siempre. ¿Tenía razón Aristegui al criticar la corrupción de EPN? Sin duda. Perdía credibilidad cuando sus críticas tenían el objetivo de impulsar a AMLO, por eso hoy, ella, se ha desvanecido. Ahora tenemos el mismo reto. Criticar al gobierno nos implica no solapar a nadie ni ser peones de un tablero complejo. Por ejemplo: hay que denunciar los privilegios que tiene ese criminal confeso que se llama Lozoya (y así criticamos a este gobierno demagogo) y, simultáneamente, exigir castigo para los ex funcionarios del gobierno anterior que también formaron parte de esa trama corrupta (y así no somos aliados conscientes o inconscientes del gobierno anterior). Hay comunicadores que no exigen ese castigo y alimentan la complicidad entre este gobierno y el anterior. Y hay quienes sí exigimos ese castigo. La diferencia es notable.
