Para César y Charbel
Me desperté alucinando, aún con algunos mareos del día anterior. Papá me despertó para desayunar; lo que fuera para quitar el dolor de cabeza, que a veces me da al despertar, tomé café y salí al patio para agarrar fresco. Estaba tratando de ordenar mis sueños cuando el teléfono comenzó a sonar, era Raúl; tomé la llamada.
– ¿Aló?
– Eh, wey ¿ qué vas a hacer hoy?
– No sé, chance voy a un concierto.
– Deja esa mamada, nos vamos a Hidalgo
-¿Neta?
-Neta
Bajé el teléfono y le pregunté a mi papá si podía irme a Hidalgo, me volteó a ver con los ojos cansados y tras unos instantes, asintió.
-Simón -respondí- ¿A qué hora te veo?
– Te veo en 10 minutos en tu casa- dicho esto colgó inmediatamente.
Mi papá me preguntó
-¿A qué hora te vas?
-En 10 minutos respondí
-No jodas ¿En serio?
– Pues… sí.
– Corre a cambiarte y arreglarte un poco.
Fui a mi cuarto y me vestí con lo primero que encontré, me cepille los dientes y mientras me echaba el perfume, sonó el teléfono. Ya habían llegado por mí.
Me despedí de papá y bajé las escaleras de dos en dos escalones. Cuando llegué a la puerta me estaban esperando el hermano de Raúl y también el de otro amigo: Nadir.
Me subí al coche en los asientos de atrás y empezamos a manejar, teníamos que ir por Nadir. Pasamos a comprar cigarros a una tienda de abarrotes y pasamos por Nadir. Como siempre me saludó con su aspecto cansado y me dio un beso:
-¿Cómo andas, hermano?
Subimos al coche, bajamos la ventanilla, alguno de nosotros puso una canción de esas que suenan al sol matinal, lo cual sentaba bastante bien con el ambiente, el sol se mezclaba con el viento que nos despeinaba; el trayecto lo hicimos en silencio, hasta que nos detuvimos en una licorería para comprar algo de refresco, ron y hielos. Hicimos el corto trayecto de la licorería a la casa de Raúl, de nuevo, en silencio.
Llegamos y nos abrió Raúl, con esa sonrisa tranquila y sus cabellos desordenados; me dio un beso, de nuevo el saludo.
-¿Cómo andas, hermano ?
Nos sentamos en su patio, previo a la partida para ponernos a beber. Raúl fue a la cocina para regresar con dos cervezas de tres litros; estuvimos bebiendo casi 2 horas hasta que llegó el momento de irnos, el papá de Raúl nos llamó para subir al coche; había iniciado la travesía. Ya teníamos las características ganas de seguir bebiendo que dan después de un par de cervezas, así que abrimos el refresco y destapamos el ron, como no teníamos vasos tuve que botar, un cuarto del refresco, para meter una buena porción del ron en su botella. La revolví para que comenzamos a tomar, ese día, aquella técnica fue bautizada como “La coca envenenada”. Fuimos dejando atrás la ciudad y su infierno de coches, comenzaron a aparecer los cerros eternos y los grandes campos color oro. Entre aquellos paisajes y las brumas que trae el ron, comencé a pensar en aquella mujer que no era mía, que me siguió persiguiendo durante varias tormentas después, me entraron ganas de llorar; para mi suerte me rescataron los cantos, que con chispazos etílicos, que soltaban mis amigos, sonaba una canción, sobre charlas pequeñas, de una banda que llevaba por nombre algo sobre monstruos y hombres o algo así, la distancia me nubla la vista. Continuamos cantando alrededor de una hora, hasta que se asomaron las consecuencias de tanto alcohol; surgieron las ganas de orinar. Nos detuvimos en una gasolinera a la espalda a un cerro y entramos al baño, al salir el hambre comenzaba a atacarnos, en lo que Raúl fumaba un cigarro, tratando de tranquilizar la borrachera, Nadir salió disparado, haciendo caso omiso de nuestros gritos; atolondrado, Raúl me preguntó:
-¿ A dónde va ese cabrón?
– Ni puta idea.
Continuamos sentados sobre el capó del coche en silencio, hasta que Nadir volvió con algo en las manos; eran pastes.
Sonriente, nos gritó:
-Estamos en Hidalgo, de a huevo tenía que haber pastes.
Nos repartió uno a cada quien, nos supieron a gloria. Subimos al coche y continuamos nuestro camino a algún pueblo donde vivían los tíos de Raúl; por más que intento, no puedo recordar el nombre. Tardamos una hora más en llegar, entre el alcohol y el azul claro del cielo, me parecía que estaba en un sueño; el viaje me duró muy poco.
Cuando al fin llegamos, al bajar del coche Nadir y yo estábamos suficientemente ebrios como para tropezar y caer al suelo.
Entramos a la casa de los tíos de Raúl. Al saludar la lengua se me enredó; Nadir comenzó a reírse de mí, tanto que hasta yo reí.
Continuamos tomando en una mesa que había en el patio, era una casa larga, con una entrada principal que daba paso a un jardín inmenso, de fondo estaba la cierra, un par de bugambilias también adornaban la vista. Nos llamaron a comer, no comí nada; salí con Raúl para hablar de aquella mujer, acompañado de un cigarro; estuvimos hablando hasta que el frío se hizo insoportable. No había sol.
Aquella noche llegó un punto, de por ahí de las 11 pm en que no me acuerdo de mucho, solamente de estar hablando con ella, tumbado en una cama hacia arriba, peleando contra mí mismo, contra la muerte; mis interiores me asfixiaban.
Afortunadamente no morí, o al menos no esa noche; desperté por un ruido en el cuarto, era Raúl, fuera de sí, me volteó a ver y balbuceo.
Pinche pared.
Después de eso, golpeó la pared y salió del cuarto.
Me despertaron las patadas de alguien contra mis muslos, cuando volteé a ver a Raúl, vi sus nudillos morados e intenté aguantar la risa, sin embargo no lo logré, así despertando. Revisé mi teléfono, en busca de errores que sabía que había cometido; efectivamente había varias llamadas perdidas y varios mensajes de aquella mujer. Decidí no darle importancia, salí del cuarto y prendí un cigarro de camino a la cocina. Me recibió en la cocina del papá de Raúl, con su clásica expresión de reproche en el rostro.
Siempre terminan igual. Me dijo a lo que sólo pude asentir y sonreír.
Bueno, métete que tienes que desayunar.
Los tíos de Raúl me dieron café y un buñuelo, después me sirvieron chilaquiles, con una salsa verde muy picante, pollo, un huevo estrellado y un poco de queso ahumado. Aquella comida me dio un calor casi infernal, sin embargo, me sacó de entre las tinieblas. Salí de la cocina y destapé una cerveza, y vi que mis amigos, junto a sus hermanos, estaban despiertos, los esperé, tomando mi cerveza en el patio; el sol era especialmente amarillo ese día y la sierra se veía clara. Después de un rato vinieron todos a sentarse conmigo a esperar nuestro retorno. Tomamos algunas cervezas pero se terminaron los cigarros. Así que salimos al pueblo en búsqueda de algunos.
Caminamos, agotados y castigados por el sol, hasta llegar al centro, entramos a una pequeña tienda, donde una señora nos vendió cuatro cigarros sueltos; al salir, Nadir y yo vimos un borrego inmenso; cobraban cinco pesos por tomarse una foto con él, Nadir y yo pagamos, luego Raúl tomó la foto; hace ya un tiempo no la veo. Caminamos hasta un pequeño puesto para comprar chicharrón junto con algo de limón; nos sentamos a comer y a esperar al papá de Raúl, para regresar a la realidad. Ahí, bajo ese sol tajante del campo mexicano, recordé las travesías de Vigil en “ La guerra de Galio”; no pude contener un par de lágrimas. Por fin llegó el papá de Raúl y nos subimos al coche e hicimos el regreso en silencio, el sol dorado, se colaba por las ventanillas, llenando de calor el coche, al igual que a mi corazón; el viento me daba en el rostro de lleno. Me recordó a las escenas playera de las películas de Agnes Varda ; en ese instante estuve consciente de mi existencia, de fondo sonaba una balada un poco triste de la cual sí recuerdo el nombre: “ Cómo hacer para olvidarte” de Manuel Medrano. Aquella mujer pasó de nuevo por mi mente. Así que cerré los ojos para dejarme envolver por el recuerdo, la música, el olor a tabaco, el sol y mis amigos.
Ahora, con el pasar de los soles, estoy seguro de que si alguna vez fui feliz, fue ese fin de semana, con el amarillo sol de Hidalgo.