sábado 20 abril 2024

Olor a epazote

por Marco Levario Turcott
Me gusta andar en las calles de la Ciudad de México; lo hago seguido entre escondrijos de ropa usada, albures y libros viejos de la colonia Portales o entre burdeles y cantinas de la Doctores y las fondas de la Guerrero; miro cómo se vende lo robado en Tepito y ando entre gritos por La Lagunilla, además de junto a los vagos y las putas de Garibaldi, desvencijadas en mi tranquilo Callejón de la Amargura.

 

 

 

Tengo compras memorables, lo digo en serio: una chamarra negra de piel como de los 70 que nada más uso cuando mi trabajo como director de la revista etcétera me impone las relaciones públicas, decenas de discos de Los Delfines y Los Tecolines, Los Tres Ases y Los Panchos, y juguetes que llegaron a otros hogares cuando yo fui niño. De los burdeles aún recuerdo el perfume de Martha en el Balalaika o los ojos desplomados de Carmen luego de una noche intensa en El Caballo loco; por eso es que también como las migas de Tepito: saben a recuerdos, así, como a besos perdidos que añoro a quienes se los di ni de quiénes los recibí. En el Callejón de la Amargura es inevitable, lo saben quienes me conocen, vuelvo a jugar como hace cuarenta años hicimos amigos que al corretear el balón también nos guarecíamos del tiempo inclemente.

 

 

 

Estoy en la calle de Riva Palacio frente al Eje Lázaro Cárdenas, a un lado de la iglesia donde una niña sonríe espléndida, satisfecha porque cumple 15 años y asume con responsabilidad la atención que merecen los fotógrafos; suena una canción desde el fondo de una tienda de abarrotes (“Hace tiempo que me agobia la tristeza y el recuerdo de su amor me hace llorar…”). Camino por ahí en el costado izquierdo, poco antes de la avenida Reforma donde está la PGR; pasó por una camioneta como la de Scooby Doo repleta de basura y moscas. Pero unos veinte metros adelante me detiene el sonido de la olla exprés de una vecindad, adelantito de una farmacia que existió hace unos sesenta años y de la que ahora sólo queda el letrero como si fuera una piedra pomez (“…dónde te has ido mujeeer, no lograrás encontrar otro cariño como esteee”). Empujo un portón pesado de madera; y entro. Huele a frijoles negros con epazote, cantan unos canarios, no sé cuántos, como cuando alguien vive porque no tiene otra opción. El lugar es pequeño, limpio y apacible. Y nada más. Capto la imagen desde mi teléfono al sentir que la vecindad es algo así como un pedacito de tiempo extraviado en la Ciudad de México, el mismo espacio donde alguna vez, hace más de cuarenta años, jugué con mis amigos al fútbol, le hice mandados a doña Rebeca y le abrí la jaula a los pájaros, travieso.

 

 

 

(“Ven, regresa por favor, ya no quieras lastimar…”)

 

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