jueves 28 marzo 2024

Hubo una vez, en el teatro Blanquita

por Marco Levario Turcott

Piensen en que hace cuarenta años en la ciudad de México, los primeros días de noviembre trancurrían frescos y apacibles. Imaginen las luces verdes, blancas y rojas que adornaban las calles de Tacuba, donde comienza la Plaza Postal que, en 1907 inauguró Porfirio Díaz, hasta las que desembocan en la Plaza Mayor. Esa es sólo una serpentina entre muchas otras de colores que adornan la ciudad, ah, porque si ustedes tuvieran enfrente las luces intermitentes que cuelgan de lado a lado en la avenida San Juan de Letrán, estarían azorados.

Hay un señor que grita muy fuerte en una placita situada a lado de la avenida San Juan de Letrán, y no es cualquier placita, créanme, pues precisamente atrás está el Teatro Blanquita y esa noche cantará nada menos que María Víctoria. Ese señor que grita muy fuerte se llama Baudelio aunque los demás le dicen merolico y con sus gritos le está llamando a un niño de 9 años que se llama Antonio para que deje de jugar con Elena, la hija de la mesera del Casa Rosalía (donde venden las mejores paellas del rumbo). El niño camina desganado. Otra vez se pondrá los guantes para fingir pelear contra un perro callejero al que apoda “El Púas”. Don Baudelio anuncia al niño como el “Mantecas Nopales” y el niño, es decir, quien esto escribe, agradece el aplauso del respetable mientras levanta el puño derecho y da pequeños saltos.

Por la mente de Toñito pasan básicamente dos cosas: una es que tan pronto como pueda irá a jalarle las greñas a Elena, que se estaba burlando de él, y la otra es que esa noche iba a perder la pelea como siempre. Lo que no imaginó es que ese día ganaría cinco varos, dos de un gordito español que le platicó que estaba muy feliz porque ese día había muerto Franco, un dictador de su país según aclaró aunque Toñito no le entendía. El otro peso se completó con monedas de aquí y allá pero los dos pesos eran los que en realidad valían, pues se los dio nada menos y nada más que Dámaso Pérez Prado, “El cara e foca”, como don Baudelio le dijo a Toño para pedirle al chamaco que se pusiera a mano al menos con la mitad. No lo hizo, claro está, pero el intercambio que tuvieron me lo reservo porque me gana el entusiasmo por relatar que Pérez Prado meció mi cabello, me dio esas monedas y añadió que le daba gusto saludar al auténtico boxeador, porque José Angel Mantequilla Napoles, a quien él conocía, era un vulgar imitador de mis cualidades con el jab, la verdad, yo no lo quise desengañar. Y se fue.

Cuando el público se desperdigó, yo me quedé frente a la marquesina del Teatro Blanquita, recargado en un macetón a un lado de una joven que leía un libro que por el título me llamó mucho la atención, “Estás ruinas que ves”, con la firma de Jorge, recuerdo, y un apellido que no pude pronunciar ni con balbuceos. Al principio creí que era nuevas noticias del tremendo choque de trenes que semanas atrás había ocurrido en la estación del metro Viaducto, pero no, sólo tenía letras. De todos modos, mi papá y mi mamá, y entonces ni yo tampoco, nunca creímos en lo que dijo el procurador General de la República, Pedro Ojeda Paullada, cuando informó que murieron 31 personas aquel 10 de octubre de ese año.

Estaba recargado en un macetón, les decía, viendo los nombres fulgurantes de los artistas, el de María Victoria que esa noche cantaría “Cuidadito, cuidadito, cuidadiiito…” con ese quejido que tanto le gustaba a los caballeros, el “Cara e foca” con sus mambos y la sonoridad de esa voz que nos enchinaba el cuerpo al invitarnos a seguirlo con los pies, “¡Dilo!” era la antesala del baile, de la sonrisa y el movimiento de cadera. Pronto estaría nada más y nada menos que Celia Cruz, aunque Toñito no podría asistir debido a su edad pero sobre todo porque no tenía dinero. En esos momentos, sin embargo, no había nada que lo entristeciera porque el América recién había ganado el campeonato de futbol contra aquellos Leones Negros de la Universidad de Guadalajara, con un gol memorable de rabona de Carlos Reinoso.

Cuarenta años después, durante estos primeros días de noviembre tan frescos y apacibles, he vuelto a mirar a Toñito recargado en un macetón mirando un anuncio apagado y teñido de amarillo por el paso de los años. En los periódicos me entero de que el Teatro Blanquita va a ser derruido muy probablemente y que, entonces, sólo quedará como parte de una memoria que al paso del tiempo se irá haciendo más difusa, tanto como cuando de un certero golpe un perrito callejero tiró a un niño que, en esa ocasión, sólo miró las luces multicolores que adornaban la ciudad.

 

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