Este texto fue publicado originalmente el 9 de marzo de 2016, lo abrimos de manera temporal dada su relevancia periodística.
Piensen en un niño de diez años que, en cualquier barrio de Ohio, juega beisbol en el prado de su amigo, que justo en este instante lanza la bola que cae en la casa del vecino de a lado. Casi terminan los años 30 del siglo pasado.
El niño entra a hurtadillas y oye que la señora Gorsky le dice al señor Grosky que el sexo oral que él le pide se lo dará el día que el hombre pise la Luna. Treinta años después, ese niño que se llama Neil Armstrong fue el hombre que, por primera vez, pisó la luna; por eso no importa que el astronauta hubiera dicho la frase “Es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad”. No, lo que realmente importa es que Armstrong dijera ese 22 de julio de 1969 frente a Buzz Aldrin, su compañero de viaje, y también ante el desconcierto de los integrantes de la cabina en la Tierra:
“Buena suerte, señor Gorsky”
Pero no pensemos en estos momentos en los detalles de la suerte del señor Gorsky, esa es su vida íntima. Propongo que mejor lo imaginemos plenamente satisfecho y por ello también agradecido. Con Armstrong por supuesto; las razones sobran: desde aquella fortuita estancia del niño beisbolista en un prado que no era el suyo, hasta que él fuera, precisamente, el del gran salto de la humanidad. Pensemos al señor Gorsky satisfecho y agradecido, reitero, pero no sólo con Armostrong y hasta con Julio Verne, que 96 años antes imaginó al hombre en la Luna. El señor Gorsky también le tiene profundo agradecimiento al hombre que vio por vez primera la Tierra desde el Universo, en abril de 1961: el ruso Yuri Gagarin, que nació un día como hoy, y que fue el motivo por el que su esposa estaba segura de que la proeza jamás se vería realizada.
Yo, por mi parte, deseo profundamente que el señor Gorsky haya tenido mucha suerte, tanta como su señora esposa.
