viernes 19 abril 2024

Casandra, la bruja nalgona

por Adriana Curiel

Ocurrió durante el aquelarre de iniciación. Una falla de cálculo en la pócima. El caldero pedía polvos de diente de leche, costra de rodilla y un pelo de daemon, que en su caso resultó ser liebre silvestre.

A Malakir, la vieja bruja que por dinastía merecía ser su madrina, no le fue fácil atrapar al ágil roedor. Sólo logró arrancarle pelos de la cola. En su momento no se explicaron si fue un pelo demasiado largo o si era más de uno. Lo cierto es que después de darle un sorbo al brebaje, las asistentes observaron un movimiento inusual en las caderas de la niña. Nadie le prestó importancia y la ceremonia continuó hasta el amanecer.

Desde muy pequeña, Casandra intuyó que algo no andaba bien. Hubiera sido la mejor nadadora, de no ser porque sus profusas nalgas flotaban hacia la superficie como boyas. Tampoco logró sobresalir en otras competencias deportivas. En cuanto comenzaba a correr sentía la pesada carga de sus glúteos que se negaban a seguirla. Por el contrario, se meneaban ligeros con cualquier percusión rítmica.

Se acostumbró a hablarles mientras se encontraba sola. Las reprimía después de haberle hecho pasar un mal día. Terminó por nombrarlas. Ku era especialmente floja, Lyn optaba por la travesura.

La única forma de mantenerlas quietas era sentándose, y eso a veces. Al sentirse oprimidas por una banca demasiado dura saltaban hasta que la niña se ponía de pie.

En la pubertad comenzó a avergonzarse de ellas, probó hechizos infantiles para controlarlas. Por el contrario, crecieron frondosas como almendros. Coqueteaban contra su voluntad, obligándola a contonearse al caminar. A juzgar por los mensajes que recibía, Casandra creía que mantenían conversaciones con extraños sin su consentimiento. Confabulaban a sus espaldas.

La mayor incomodidad era en sitios concurridos. No importaba si creía haber dominado los cálculos sobre el espacio que demandaba su abultado culo, siempre terminaba por tirar algo o rozar a alguien más.

El transporte público era un suplicio, en especial al abrirse paso entre la gente. Pasaba cara, brazos, cintura y piernas, pero sus redondas compañeras se atascaban. Cuando le cedían el asiento del fondo, no sabía si era mejor permanecer de pie bloqueando el paso o intentar ocuparlo, oprimiendo el rostro del pasajero de al lado.

Los vestidos jamás le ceñían parejos. La tela trasera se alzaba como cola de pato. Si prefería pantalón, la situación podía complicarse aún más. Cuando lograba embonarlas, la cintura quedaba guanga y bajo sus pies colgaban diez centímetros de tela.

Harta del comportamiento de sus extremidades, decidió volver al bosque encantado para pedir ayuda. Casandra desconocía que la reina madre había trascendido al mar de tinieblas y que la sucesión al trono había confrontado a las brujas.

Compró el boleto del viaje a escondidas, mientras Ku dormía y Lyn jugaba con los pliegues del calzón. Fingió tener la lavadora descompuesta y llenó su backpack con ropa sucia. Llegó a la estación a la hora en punto para abordar el autobús. Notó que las nalgas sospechaban cuando se le entumecieron en el camino.

Al arribar a su destino no pudo moverse. Esperó a que los demás pasajeros salieran, las apretó con ambas manos y al despegarlas de su sitio brincó sin soltarlas, dejándose caer de rodillas al alfombrado corredor. Una vez en el piso, gateó rumbo a la puerta. Las nalgas se ensancharon aferrándose a cada asiento. Se reprochó preferir el pasillo del fondo en vez del primer lugar del autobús.

El chofer la observó curioso, sin atreverse a preguntarle nada. Ella se limitó a sonreír. Con los pies en el pavimento se echó la mochila a la espalda para disimular su otro voluminoso equipaje.

A punto de salir de la estación, recordó que necesitaba el mapa que le indicaría el camino al portal del bosque encantado. En cuanto se agachó para buscarlo, sus nalgas atraparon la hebilla de la chamarra de un chico que pasaba de la mano de su novia.

El joven hizo un movimiento para zafar la prenda sin detenerse y las carnes aprovecharon la distracción para devorar su mano. Antes de que Casandra pudiera darse vuelta, el pobre incauto ya había sido derribado a bolsazos por la novia y un grupo de escandalosas señoras que aseguraban haber visto la acción.

Avergonzada, trató de alejarse lo más rápido posible. No contó con que las nalgas, asustadas, la guiarían en diferentes direcciones provocando que tirara un puesto de gelatinas y pasteles. En su intento por correr detrás de ella, el vendedor fue emboscado por una jauría callejera que aprovechó el banquete.

En el camino empedrado que llevaba al portal, los glúteos comenzaron a pesarle de nuevo, decididos a no dejarla llegar. Casandra se defendió propinándoles nalgadas y pellizcos. Un joven que pasaba en un auto le propuso ayudarla en su labor. Temerosa, las tomó con violencia y las obligó a caminar de prisa.

En cuanto vio el denso tronco del Ciprés Moctezuma, supo que había llegado. Volteó a ambos lados asegurándose de que nadie la viera. Sus compañeras repitieron el movimiento. La joven bruja pronunció palabras incomprensibles y un pasadizo se abrió entre las gruesas raíces. Antes de darles tiempo a cualquier reacción se tiró por el túnel cuesta abajo. Las nalgas se apretaron a modo de abrazo. Un montículo de hojas secas amortiguó su caída.

El susto las comprimió, volviéndolas duras como rocas. Casandra pensó que tendría que arrastrarse hasta el refugio, cuando escuchó tambores. Ku y Lyn no pudieron evitar rumbar en dirección a la música y ella se dejó guiar alegre.

Las percusiones resultaron ser llamado a combate. Brujas montadas en animales espectrales lo mismo electrocutaban con rayos que petrificaban con conjuros a sus enemigas.

Casandra no podía detener el ritmo de sus caderas. Brunilda la interceptó a medio camino. Los glúteos se aferraron a la escoba. Luego de aterrizar en el escondite cavernoso de su tía, luchó unos minutos contra ellas para arrebatarles el palo.

Brunilda le explicó que luego de la ascensión de la reina madre, surgió una disputa entre las jóvenes cincuentenarias por deshacerse de los conjuros que involucraran sacrificio de animales. Artemia aprovechó la situación para calumniar a Malakir, sucesora al trono. Con un hechizo sencillo mostró en una bola de cristal a su oponente comiendo preciados ojos amarillos de gato negro, provocando la furia de las veganas.

La batalla duró pocas horas, Malakir y sus discípulas mostraron el poderío de sus maleficios. Casandra no durmió en toda la noche, los glúteos le temblaban, primero asustados con el estruendo de las explosiones, luego festivos al escuchar la celebración de las triunfadoras.

Las carnívoras celebraron hasta que la luna se cansó de mirarlas. El festín de jabalí bizco asado a las brasas, más los litros de licor las dejaron tan pesadas y abotargadas que no lograron subir a sus escobas.

Artemia, por su parte, curó a sus heridas con herbolaria y las puso a dormir. En la mañana desayunaron frutas de la fortaleza. Fue difícil no sentir pena por la derrota de las comecadáveres, como les llamaron las veganas. Camino al destierro, las carnívoras dejaron un río pestilente de comunal vomitiva que infectó los huertos.

Casandra sintió que el mundo caía sobre sus nalgas, sin los ungüentos milenarios de su madrina jamás podría domar sus poseídas posaderas. Abrazó a su tía sollozando. Entre todos los animales místicos de las brujas ¿por qué habría de tocarle un conejo?

Al verla tan triste, Brunilda fue a recolectar hongos alucinógenos al bosque para hacerle un té. La joven bruja aprovechó para husmear por la casa. Encontró un baúl sin fondo con la biblioteca familiar repleta de encantamientos. Nada de muslos ni reducciones, aunque sí halló un hechizo para agrandar otro miembro.

La encuadernación en piel de un grueso libro llamó su atención. Tres conejos se perseguían en círculo y formaban un triángulo con sus extremidades. Una ilusión óptica permitía ver que cada uno contaba con dos orejas, no obstante, las compartían.

A Casandra la sedujo la imagen. Descubrió que en casi todas las culturas antiguas ese símbolo zoomorfo hace referencia a su inmortalidad como habitante de la Luna. Los tres animales representaban el ciclo eterno de la reencarnación.

El frágil sonido de una flauta de madera, en lugar del conocido cuerno, anunció el inicio de la ceremonia para coronar a la nueva reina. Esa noche esperaban un eclipse total de luna.

Al salir de la casa se encontró con Brunilda haciendo angelitos de tierra, embelesada por el plenilunio. Levantó a su tía, volteó la mirada al firmamento. Percibió la caricia de las estrellas.

Encontró al aquelarre entorno al fuego. Las mesas del banquete caminaban entre las brujas; repartían tofu almendrado alrededor de la hoguera. Artemia levantó el báculo sagrado hacia la luna, pronunció palabras irrepetibles, fijó la punta hacia el astro y la clavó en las brasas ardientes. Las llamas se tornaron azules para encender la corona de espinas que portó orgullosa la nueva reina.

En su primer discurso, Artemia prohibió el uso de animales en las pócimas, salvo testículos de machos moribundos.

Casandra suspiró al sentir el compás de la música sacra en su trasero. Quiso aferrarse al brazo de Brunilda que miraba hipnotizada al fuego. Cuando la soprano alcanzó la nota más larga, la muchacha no pudo evitar dar tres giros. Los glúteos golpearon las corvas de su esquelética tía. En un intento por parar su caída, Casandra la cargó. La gravedad la tiró de espaldas, rebotó hacia las mesas, que corrieron veloces para esquivar el porrazo. Ambas fueron a dar de bruces contra la nueva reina. El báculo se estrelló en el piso rompiéndose en pedazos.

Almas viejas atrapadas en la piedra salieron horrorizadas, apagaron con frío antorchas y hoguera dejando a su paso una completa negrura. Con la piedra destruida se revirtieron los hechizos secretos de la tribu. Lo que más les preocupó a las mayores era que el bosque quedó desprotegido a la vista de cualquier ser mágico.

La luna las miraba atenta. Un aullido hizo palpitar sus corazones. Las más valientes volaron conjurando hechizos, buscando devolver el escudo invisible.

Alertados por los gritos de las almas en pena, una comuna de vampiros aprovechó la fragilidad del bosque para entrar en la propiedad. Las pócimas veganas eran insuficientes contra los invasores.

Casandra corrió rumbo al pozo de los deseos incumplidos, se perdió en la oscuridad. Los glúteos languidecieron. Sintió el calor de un aliento en la nuca, un vapor suave y dulce, parecido al veneno. El vaho de un portentoso hombre lobo le bajó por la espina, se perdió entre sus muslos hasta abrasarle el clítoris.

Quiso dejar la vida ahí mismo, o mejor, entregarse a los placeres mundanos. Engranajes de una maquinaria invisible le unieron cerebro, corazón y sexo. La Tierra siguió su curso, el eclipse desconcertó al licántropo que convulsionó ante sus ojos. Se convirtió en colosal humano, para luego volverse bestia otra vez, en una repetición insólita que lo dejó exhausto.

Casandra dominó por primera vez alma, cuerpo y mente. Abrió los brazos, exhaló poder. Hizo que sus nalgas aplaudieran tres veces para elevarla sin necesidad de escobas.

La Luna comenzaba a recuperar su brillo cuando Malakir y las brujas carnívoras arribaron montadas en fantasmagóricos dragones, repartiendo perversos hechizos. Convertidos en ratas aladas, los descendientes de Drácula huyeron despavoridos. El último grupo de murciélagos confundió a Artemia con una manzana y la devoró en plena huida.

Horas después llegó la calma, las demás brujas aceptaron celebrar una tregua en espera del cónclave para elegir a una nueva reina. La música no paró ni cuando el sol cegó sus pupilas. Las caderas se menearon hasta el amanecer, esta vez controladas por su dueña, que aprendía un conjuro eficaz para someter a otra bestia.

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