El cielo es grisáceo de lluvia pertinaz en noviembre de 1973. Como todas las mañanas muy temprano Benjamín baja corriendo las escaleras del edificio para ir a entrenar a la Arena Coliseo. Está próxima su pelea, le dice a los vecinos, sobre todo a Chela, su novia, para explicar porqué no podrá estar con ella mucho tiempo el fin de semana. Diario debe ir del gimnasio a la cantina y de la cantina a dormir en la madrugada. Es mesero del San Luis en Plaza Garibaldi.
A sus 23 años, Benjamín sabe que ser como “El Ratón” Macías o, recientemente, como Carlos Zárate, requiere sacrificios. No toma alcohol ni fuma y la mayor parte de su raya la dedica a comer bien y pagar la renta del cuarto donde vive. Tiene sus guantes impecables igual que los calzoncillos y las zapatillas. Y el rostro limpio. Sin cicatrices y todavía sin las ondulaciones que dejan los madrazos de la vida. Si algún vicio tiene es ese, el box, y quizá también cantar a Javier Solís. Se sabe todas sus canciones.
El sábado temprano Benjamín recibió todas las felicitaciones pues en la noche su pelea saldría en televisión y salir en televisión te hace importante, dejas la mediocridad del anonimato y eres alguien, pierdas o ganes. Ese día doña Concha le dio de almorzar huevos estrellados y café con leche, Toña le regaló un escapulario para que rezara antes de subir al ring y varios de nosotros interrumpimos el juego de fútbol para desearle suerte y enseñarle a poner su guardia como Ultraman. Esa noche los vecinos nos reunimos en la casa de doña Concha para ver la pelea.
Entre botanas que nosotros comíamos furtivamente y cubas que los mayores bebían con particular denuedo, transcurrieron las peleas sin que anunciarán a Benjamín. A las 11:45 de la noche, cuando acabó la función, nos dimos por vencidos y fuimos a dormir mientras nuestros padres convirtieron la frustrada expectativa en una pachanga memorable.
Más o menos al filo de la medianoche, en la orilla de la Arena Coliseo, Benjamín se ponía los guantes por primera vez en su vida y lanzaba golpes al aire con la fuerza requerida para enfrentar a un adversario formidable. También esquivaba golpes, lo hacía tan certeramente que por eso su cara no tenía ningún golpe. En mi siguiente pelea, se dijo ilusionado el joven, comenzaré a escalar rumbo al campeonato mundial. “Nadie me detendrá”. En ese momento la lluvia fue mezclándose con el sudor de Benjamín quien, sonriente e intrépido, apretó el escapulario y corrió a la cantina seguido del aplauso y los vítores de la muchedumbre, hasta llegar a Plaza Garibaldi.