jueves 28 marzo 2024

Aventurera

por Efraín Klerigan

Emelia Pérez fue encontrada en la cama con un rostro sereno, en decúbito supino, con las manos entrelazadas sobre el vientre, sin huella alguna de violencia, ataviada en un neglillé negro, el cabello negro recién teñido y un fuerte olor a Benzal.

 

Algunos de los que llegaron antes que Doña Magda corriera a los curiosos, la describieron como una doncella que aguardaba la consumación en su noche de bodas. La habitación estaba limpia, con las ventanas abiertas y las cortinas plegadas.

 

Ella sobre la cama podría haber parecido invitante a o ser por el rostro violáceo y los ojos cerrados, sin ningún rictus, serena como si se hubiera bañando y vestido para esperar a la muerte, como si concertaran una cita a una hora determinada.

 

Antes de la llegada de la policía investigadora y los peritos, la escena había sido perturbada y contaminada por docenas de pasos, por personas que tocaron el cuerpo y caminaron por toda la habitación y que quizá se llevaron las pruebas que podrían explicar la extraña muerte. Las compañeras de Emelia y Doña Magda, afirmaron que a la escena llegaron docenas de personas, no solamente otras mujeres y parroquianos del burdel que funcionaba detrás una licencia de hotel de paso, sino curiosos que llegaron de la calle, sin que nadie sepa cómo se enteraron que adentro, en el cuarto piso, había una muertita. La policía detuvo a casi todas las meretrices del lugar, a los pocos clientes que no alcanzaron a irse antes de su llegada y, por supuesto, a la madame. En los días siguientes lo que quedaba de aquella antigua bailarina de mambo, que desembocó en desnudista y finalmente en prostituta, fue objeto de una autopsia que reveló un paro respiratorio mortal descrito por uno de los forenses, como “un extraño suicidio”, pues en apariencia Emelia había dejado de respirar por propia voluntad hasta asfixiarse. No había huella alguna de violencia, ni se encontraron residuos de alguna sustancia que provocara la sofocación.

 

Uno de los investigadores no estuvo de acuerdo con la versión de suicidio y encontró extraño que se hubiera pintado el cabello una hora antes de morir e hiciera cuidadosas abluciones vaginales con un polvo desinfectante, con lo que habría barrido cualquier residuo de semen. Sin embargo, la lenona y un homosexual que servía como controlador del paso, aseguraron que esa noche no se había ocupado y que, fueron a su cuarto porque había clientes pues ella no respondía al teléfono interno. Llamó la atención de los investigadores no haber encontrado pertenencia personal alguna, ni siquiera un estuche de maquillaje, un bolso de mano, los paquetes del tinte y del Benzal, nada, ni zapatos, solo la batita que traía puesta, con la cual, corta y transparente, sin bragas ni sostén debajo, no habría podido transitar desde su casa en un extremo de la ciudad hasta el burdel cercano a la zona empresarial del centro de la ciudad. El que un homicida se hubiera podido descolgar por la ventana, quedó descartado debido a la fachada casi completamente de vidrio y a que, debajo de la ventana, había desplegado un antiguo parasol enrollable, de lona delgada y casi podrida y debajo de ésta cubos de basura oxidados, además, no se encontró huella alguna y sobre el parasol cubierto por una pulgada de tierra que habría marcado hasta la más cuidadosa pisada, esto, en caso de que el tubo de metal corroído y la lona podrida hubiera soportado el peso de un ser humano. Los tabloides pronto la convirtieron en un caso extraño llenó de fantasías de reporteros, versiones inconsistentes y leyendas.

 

Uno de ellos la llamó la novia de la muerte. Otro inventó que el homicida era un actor contorsionista que había escapado escondiéndose dentro del buró, para salir luego como si fuera un curioso más. Ninguna versión explicó que había pasado con las pertenencias personales, ni como desaparecieron los dos cirios pascuales que la lenona aseguraba haber puesto al lado de la cabecera y encendido cuando ella llegó a la habitación y vio a la muertita, pero que cuando ella regresó, un par de minutos después, apenas el tiempo justo que necesitaron para avisar a los parroquianos y correr a los últimos curiosos parapetados en las escaleras. Cuando la policía llegó apenas unos minutos después vio que ya no estaban los cirios ni los besos que había utilizado como vasos y ni siquiera había huellas de la cera derretida, en cambio sí, había un olor a incienso que en el curso de los días pasó de ser un tanto suave a convertirse en un aroma fuerte y persistente que poco a poco se diseminó por todos los pasillos, los cuartos e incluso la calle y el parque aledaño y que terminó por hacer que la Secretaría de Salubridad condenara el edificio.

 

La prensa sospechaba que la homicida era la misma madame y que por las noches quemaba el incienso para evitar el olor a putrefacción del cuerpo del parroquiano que había matado a Emelia, de quien se habrían vengado en cuanto descubrieron el crimen. Se decía que estaba escondido en una fosa que hicieron en el estacionamiento del hotel, aunque nadie podía responder a la pregunta de cómo lo hicieron en unos minutos. Además esa versión no explicaba porqué algunas mañanas todo el centro de Ciudad de México amanecía apestando a incienso de iglesia, antes de que el tránsito tupido de la mañana y las emisiones de gasolina mal quemada regresaran a la capital a su olor característico.

 

Aunque el médico legista rechazó la versión de que la muertita hubiera sido asfixiada con una almohada y luego acomodada para que pareciera muerte natural, el Ministerio Publico investigador inició un expediente por homicidio calificado, solamente para aceptar una semana después la versión de los peritos, de que había sido muerte natural, por paro respiratorio, y que las pertenencias de la difuntita se las habría robado la gente que entró a la habitación. Yo la conocí 20 años antes, el día en que llegó para alquilar un pequeño apartamento contiguo al mío en la colonia Aviación. Era cubana, sin papeles y se hacía pasar por veracruzana. Fui yo quien le presentó al “Gorras”, el hombre que le consiguió un acta de nacimiento, un certificado de prepa y otros documentos para que pudiera emplearse en una casa de modas. También fui el primero que supo de su don de ubicuidad, de su talento para desaparecer y aparecer en cualquier sitio sin que nadie pudiera responder cómo había llegado o cómo se había ido. Por eso no me sorprendió cuando la prensa policiaca publicó que el cadáver había desaparecido de la Morgue ni tampoco cuando años más tarde la vi en la fotografía de un anuncio de viajes, en el malecón en la Habana, tan joven como había llegado a México, si es que vino alguna vez.

 

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