miércoles 24 abril 2024

Voltaire, un hombre inmortal

por Arouet

Este texto fue publicado originalmente el 06 de agosto de 2010


Esta vez quiero despojarme de la pluma que me hace escribir a su arbitrio. Tomo en mi mano el propio destino y dejo de ser esa especie de mensajero sujeto al estado de ánimo, a la ética y a las inquietudes intelectuales de quien emplea mi nombre para pergueñarlas.

Admito que, como le sucede a todos aunque no todos lo reconozcan, no puedo ser yo sin referentes: sin ideas, principios y convicciones que me ayuden a entender la vida, y así definir mi tránsito durante ésta. Ejerzo entonces mi libertad a partir de una visión del mundo que me persuade, y que fue construida en el siglo XVIII. A esa visión la considero vigente pero no debido a su estructura doctrinaria o a sus directrices filósoficas y aún poéticas ni a todas sus definiciones. La entiendo vigente porque implica una forma de ser, de pensar y de actuar en favor del pensamiento razonado –o sea, contra el fanatismo–; en el ejercicio del periodismo que exhibe y denuncia los excesos del poder así pretendan la mejor y más noble justificación, porque no comprende a la idea divina como constructora del destino y porque, más aún, cifra en el anquilosado pensamiento de la Iglesia Católica, a uno de los principales obstáculos de la modernidad. Es vigente, por último, en virtud de que no acepta la aplicación de la ley sin matices y, por ello, se empeña en luchar, esa es la palabra, contra los errores judiciales en favor de quienes han sido sus víctimas, sean éstas quienes sean.

El lector ya habrá notado que no veo a la libertad como sinónimo de hacer lo que al hombre le venga en gana, como creyó Rousseau al decir que la sociedad alienante se debia al sujeto oprimido, por lo que, él así concluyo, en la esfera de la libertad del individuo se encuentra la expectativa de la libertad social. La libertad tampoco significa hacer sólo lo que se debe, que es lo que pensó Kant, ni hasta las últimas consecuencias, como creyeron los estoicos, o sólo en el campo de la ley y las instituciones como pensó Montesquieu. En cierto plano, más terrenal si se quiere, la libertad no constituye a los actos al través de los cuales el hombre se supedita a los caprichos del temporal porque eso, ¡oh paradoja!, nos impediría ser libres. La libertad, desde mi punto de vista, se refiere a la autonomía del pensamiento en el marco de las normas –pero también en el de su cuestionamiento– y sobre la base de la concepción de la vida que cada quien tenga. Esto último dentro de una fascinante búsqueda para lograr el punto de encuentro entre lo que se quiere ser y la construcción ética que ello le implica al ser.

Es decir, el lector habrá notado que en todo este tiempo he sido yo acudiendo, como alguna vez escribiera Fernando Savater, a lo mejor de Voltaire. A esa actitud del pensamiento que en todo momento antepone la razón y que al mismo tiempo es capaz de generar encendidas pasiones, sobre todo desde el entorno de los defensores de la ley a ultranza, en el ámbito, del Estado, y también desde la esfera terrenal desde la que la Iglesia Católica dice encarnar al cielo igual que los hombres laicos que se atribuyen tales facultades. Coincido otra vez, entonces, con el filósofo español: por eso es inmortal Voltaire. “¡Viva lo mejor de Voltaire!”

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