viernes 29 marzo 2024

Salvador Dalí, preludio y muerte de amor

por Marco Levario Turcott

Este texto fue publicado el 12 de febrero de 2018

La persistencia de la memoria, Salvador Dalí (1931)

Mi primer acercamiento al rock ocurrió cerca de los diez años al conocer al grupo Kiss, y mi primer acercamiento a la pintura también ocurrió por esos tiempos, a finales de los 70, con la obra de Dalí; naturalmente yo hubiera querido (pero eso no estuvo en mis manos) escuchar a King Crimson o algún exponente del rock progresivo del mismo modo en que habría deseado mirar las obras del Renacimiento, en la etapa de apogeo y aún el tardío. Como sea, guardo buenos recuerdos de “Love Gun” o “Detroit Rock City” tanto como de “La Persistencia de la memoria” o “El gran masturbador”.

Podría seguir con el paralelismo antedicho para anotar que Peter Criss fue un buen baterista y el hombre de Figueras un hábil dibujante, digamos que con un carisma lo bastante fuerte como para cantar Beth con el primero sin pedirle un solo como el de “Movie dick” (incluso en la nostalgia hasta podría entonar en honor del artista español aquella canción de Mecano tan famosa en los ochenta). Pero prefiero que sirva el paralelismo nada más como circunstancia de mi vida personal, además y acaso sobre todo, porque a no a pocos podría parecerles esa una comparación irrespetuosa, lo mismo a los seguidores de la banda estadounidense que a los fanáticos del autor de “Crucifixión” (1954), una de las más notables obras del autor en mi opinión (técnica de óleo sobre lienzo).

Entonces anoto de directo sobre el gran exponente del surrealismo (“El surrealismo soy yo”, dijo alguna vez): Salvador Felipe Jacinto Dalí i Domènech fue un eficaz promotor de sí mismo y, sobre todo por ello, brilla más su nombre que su obra –de la que destaco no más de una docena de cuadros (como se sabe, fue muy prolífico)– y tal vez sus cuadros realistas en los que, como él mismo dijo, volvió a la dignidad del óxido de plata y el verde oliva de Velázquez y de Zurbarán. Lo hago a propósito de que hace unas semanas fue recordado al cumplirse un año más de su fallecimiento (y con la inmodestia daliniana, disculpen ustedes, de conocer casi toda su obra, lo mismo en Figueres, Nueva York, Berlín y Madrid que en el Vaticano, sí, hay algo del artista en ese recinto de Dios, al que terminó por adorar como lo hizo su padre luego de haberse declarado ateo durante los primeros años de su vida).

Cristo de San Juan de la Cruz, Salvador Dalí (1951)

Le guardo aprecio a Dalí no sólo por su soberbia desquiciada sino por su labor de traducir los tormentos de la mente y sus revelaciones cotidianas que lo sitúan en el centro del universo, y su capacidad para traducirlo también en sus grabados y esculturas (que a mí no me gusten, y que incluso varios me disgusten, es otra cosa). Miren ustedes este párrafo, que considero elocuente de lo que afirmo (lo escribió Dalí):

“Esta noche, por primera vez después de por lo menos un año, contemplo el cielo estrellado. Lo encuentro pequeño. ¿Seré yo el que crece o es el universo el que se encoge o las dos cosas a la vez? ¡Que diferencia con las dolorosas contemplaciones siderales de mi adolescencia”.

Eso sucedía durante sus periodos de ascetismo según señaló en su diario, y de intensa vida espiritual que eran tan profundos que él no dejaba escapar un pedo. La época donde el ano y luego sus deposiciones francas, claras e inodoras ocupaban sus reflexiones cotidianas, en efecto, muy lejos de sus dolorosas contemplaciones siderales de su adolescencia e incluso su infancia, y no aludo a cuando creyó ser una réplica de su hermano fallecido que también se llamó Salvador, ni cuando luego proclamó ser el “Salvador del arte moderno” (así, con mayúscula); traigo a colación esto, que su padre lo consideró a la altura de Oscar Wilde, así se lo dijo a él:

“Una noche a finales de junio, un niño se pasea con su madre. Llueven estrellas fugaces. El niño recoge una y la lleva en las palmas de las manos. Llega a su casa, la deposita sobre la mesa y la aprisiona dentro de un vaso puesto al revés. Por la mañana al levantarse, deja escapar un grito de horror: ¡un gusano durante la noche, ha roído su estrella”.

Dalí pudo expresar sus desvaríos y venderlos como un gran mercader (decía él, que el oro le gustaba acaso por su sangre fenicia aunque también advirtió que acumulaba para no morir igual que Cristóbal Colón o Miguel de Cervantes Saavedra, en la completa miseria); ya dije que su insolente soberbia me causa gracia y a veces admiración, también ternura, lo último por ejemplo cuando reseña a intelectuales y filósofos que, ostensiblemente, no leyó (le llama ateo a Voltaire por ejemplo), su Continuum de cuatro nalgas o al registrar que Sigmund Freud no aceptó tener cita con él; me causa gracia cuando proclamó que sus bigotes eran antinietzschianos o que festejara sus deposiciones o cavilaciones en el retrete, y considerara molestas las erecciones (cualquiera en su sano juicio y a esa edad, creo que las festejaría). Admiro que sus desvaríos lo hicieran sentir más grande que el universo y así creer que su “Asunción” fue salvada por ángeles o así dibujar mediante su método “Paranoico-crítico” el “Sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada un segundo antes de despertar” (que considero demasiado estrafalaria).

Sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada un segundo…, Salvador Dalí (1944)

Allá en Figueres sopla el viento del norte casi todo el año, en ese horizonte Dalí miró a Gala en todo momento, entre los cuernos de rinoceronte y los tres mil cráneos de elefante que le acompañaron en sus aventuras oníricas, entre madonas dibujadas por Rafael y su locura tan incomprendida: trazar las nalgas portentosas de Illich Lenin no lo hacían reaccionario igual que proyectar el trasero rojizo de Hitler no lo hacían comunista. No podemos mirar en aquel teléfono famoso una invitación del artista para evitar la guerra, en suma, no podemos coincidir con Breton que lo consideró un reaccionario. Desde luego que me disgusta que Dalí hubiera callado frente al franquismo o su vida displicente en Nueva York durante la segunda guerra mundial (difícilmente puede uno creer que esa vida sea una obra de arte), pero ya he dicho que a un creador no puede juzgársele más que por su obra –su biografía es otra cosa- y por ello uno puede desvariar junto con él: ustedes recuerdan que hace poco fue abierto el ataúd de Dalí y sus bigotes se mantenían tal cual apuntando al cielo, eran, así lo dijo Dalí, la gran contradicción a Nietzche y Gala el gran desmentido al filósofo porque es la Supermujer la que asciende al cielo. Quizá esos bigotes son la expresión simbólica de esta era donde la mujer gana su presencia en el mundo. Por eso en este instante no escucho a Kiss sino que hago lo que el 23 de enero de 1989 hizo Salvador Dalí minutos antes de morir: oigo Tristán e Isolda de Wagner, sí, Preludio y muerte de amor.

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