viernes 29 marzo 2024

Los falsificadores del periodismo

por Juan Manuel Alegría

Este texto se publicó originalmente 27 de septiembre de 2017

“Si la mentira triunfase en el mundo, ¿dónde se refugiaría la última verdad? En la prensa. Si triunfase en el mundo la verdad, ¿dónde se refugiaría la última mentira? En la prensa también”. Mariano de Cavia 

“Hubo un tiempo en que la prensa no cometía errores”, dice David Randall en un capítulo de El periodista universal, aunque, a continuación, aclara que los periódicos se equivocaban pero no lo admitían (a menos que la ley o la amenaza de los abogados los obligara). Durante mucho tiempo la prensa prefirió, indica Randall, “la posición mentirosa impertérrita a la de indagadora de la verdad”.

Esta actitud reacia a reconocer sus errores, falsedades o invenciones ha producido “y sigue haciéndolo—agrega el periodista—, millones de datos equivocados, falsos relatos y un número nada desdeñable de historias ostentosamente amañadas”.

Aunque en los albores del periodismo el rumor y la invención eran moneda corriente, para otros la insignia era la búsqueda de la verdad, como lo escribió en 1723 el duque de Wharton, director de la publicación británica True Briton:

El True Briton ya ha hecho algún servicio al público puesto que ha provocado que los escribanos mercenarios y torpes de una facción desprestigiada dejen de engañar al pueblo con asuntos de crímenes y espías con lo que generalmente llenan sus periódicos. Lo que tratan de hacer es desaprobado por todos, pero su antiguo método de distraernos con mentiras sobre los países que están al otro lado del mar no podían ser fácilmente refutado. (Citado por José Manuel Burgueño en La invención en el periodismo informativo).

Más de un siglo y medio después, se hicieron famosos los trabajos publicados en los medios de los magnates Randolph Hearst y Joseph Pulitzer cuya base no era la verdad. Décadas más tarde, ambos se interesarían en la ética, de tal manera que Pulitzer creó una escuela y en 1917, un premio de periodismo. Por su parte, Hearts aconsejaba:

No basta con abstenerse de publicar noticias falsas, no basta con tomar las precauciones comunes para evitar los errores que surgen de la ignorancia, el descuido o la estupidez de uno de los muchos hombres que manejan las noticias antes que estas aparezcan impresas; usted tiene que hacer muchos más que eso, debe conseguir que todas las personas relacionadas con el diario —sus jefes de redacción, sus cronistas, sus corresponsales, sus redactores de mesa, sus correctores de pruebas— se convenzan de que la exactitud es para el diario lo que la virtud para la mujer.

Más adelante, con el tiempo, la creación de códigos éticos y la exigencia del público ilustrado (y de por medio algunas demandas judiciales), la prensa se volvió más cautelosa, y de cuando en cuando reconocía su errores. David Randall cita el caso de The New York Times que, en 1920 ridiculizó la teoría del padre de la exploración espacial, Robert Goddard, quien afirmaba que los cohetes podían funcionar en el vacío del espacio interestelar. Casi medio siglo después, cuando los norteamericanos consiguieron posar el Apolo 11 en la Luna, el famoso medio publicó:

“Hoy está perfectamente demostrado que un cohete puede funcionar en el vacío. The Times lamenta su error”.

No obstante, hay relajamientos o se desdeña la verificación. Por eso hay estafadores que se volvieron muy famosos por sus hábiles falsificaciones como Stephen Glass, quien laboraba en la prensa norteamericana para la revista The New Republic. A los 25 años (nació en 1972) ya era una estrella, pues hacía reportajes y entrevistas que otros con experiencia mayor (Glass comenzó a escribir a los 23 años) no habían podido lograr. También había publicado en la famosa revista Rolling Stone y otras. Antes de ser descubierto, ya había vendido varios textos a The New York Times.

En mayo de 1998 publicó una muy buena historia: la de un hacker de 15 años, cuyas excelentes habilidades lograron vencer la seguridad de una gran compañía y así pudo entrar a su sistema informático; según Glass (quien relataba como si estuviera viendo los hechos), el chico informó de esas debilidades a la empresa, por lo cual, esta lo contrató como consultor en seguridad. Para dar veracidad a su invención creó un sitio web para la supuesta empresa, una dirección de correo electrónico y un número de teléfono.

Raúl Ramírez

Sin embargo, nunca existió el chico ni la empresa. Glass fue descubierto por el reportero Adam Penenberg, de Forbes. com, quien sospechó del texto, buscó los datos de Glass y no los halló. Después de que la dirección comprobó que todo era falso, Glass fue despedido. Su historia se cuenta muy bien en “El precio de la verdad” (“Shattered Glass”), filme de 2003. Un año antes, hubo señales que la directiva de The New Republic no atendió. Miembros importantes de la Unión Conservadora Americana, enviaron cartas a la dirección acusando a Glass de invenciones en un texto que describía borracheras en una conferencia de su organización. También se quejaron los de la organización Educación para la Resistencia contra el Abuso de Drogas (D.A.R.E.); los del Centro para la Ciencia de Interés Público (C.S.P.I.) y la Universidad Hofstra; hablaban de falsedades, tergiversaciones, manipulaciones y posible plagio. No se hizo caso. Casi una treintena de las 41 historias que publicó Glass resultaron falsas.

Hubo otro listillo, llamado Jayson Blair, quien pudo sostener más tiempo sus engaños y en uno de los medios más laureados: The New York Times. En mayo de 2003, en la primera plana del diario estadounidense apareció la información de que Blair estaba despedido por inventar entrevistas, alterar información y plagiar en más de 70 notas desde 1998.

Blair (nacido en 1976) copiaba notas de las agencias de información, o de otros medios, no asistía a cubrir donde lo enviaban, para evitar ser descubierto, le decía al fotógrafo asignado que él estaba por llegar, que mientras tanto tomara las fotos; como era natural, el asistente cumplía su trabajo y se retiraba, creyendo que Blair llegaría después, como lo “comprobaba” al día siguiente al ver la nota con sus fotos. Pero el falsificador hacía la mayor parte del “trabajo” desde su computadora en su casa y siempre usaba un teléfono celular, así no podría saberse en la redacción que no estaba en una ciudad a la que había sido enviado.

Es probable que la reconstrucción de notas y la invención de entrevistas hayan cansado al joven Blair, o se confió en vista de sus éxitos, porque se descuidó y publicó un plagio evidente sobre la madre de un soldado desaparecido en Irak tomado del San Antonio Express-News y todo acabó. También salieron del Times el director ejecutivo Howel Raines y del director de gestión, Gerald Boyle. Tal vez el famoso diario neoyorquino pudo evitarse el desprestigio si hubiera verificado lo que les dijo Blair al entrar a ese medio, porque no era licenciado en periodismo.

Años antes hubo un estruendoso escándalo para otro gran medio: The Washington Post. El golpe fue muy fuerte para el diario que destapara el escándalo de “Watergate” que, a la postre, produjera la caída del presidente Richard Nixon, porque la falsificadora, Janet Cooke, fue premiada con el Pulitzer en la categoría de mejor reportaje.

El texto ganador “El mundo de Jimmy”, publicado el 28 de septiembre de 1980, trataba sobre un niño de ocho años que desde los cinco era heroinómano. Según Cooke, el chico fue el producto de que su madre, antigua prostituta, quedara embarazada en una violación, lo cual la llevó a la drogadicción. Su pareja actual era quien le proporcionaba la heroína a “Jimmy”, y también era quien lo inyectaba, según dijo ser testigo Cooke. El niño le dijo a la reportera que, de grande, quería ser narcotraficante.

Janet Cooke, de 26 años, recibió el premio el 3 de abril de 1981 y el 16 de ese mes se descubría su engaño, denunciado por otro medio, The Washington Star. El galardón se tuvo que devolver, por primera vez en 64 años de historia. Lo primero que alertó sobre la falta de ética de Cooke fueron las admirables credenciales académicas que se publicaron y que eran exageradas para alguien de su edad: que hablaba cuatro idiomas, que había estado en la Sorbona, que se había graduado Cum laude en la prestigiada y selectiva universidad Vassar College en 1976, y recibido el master en la Universidad de Toledo en 1977. La Vassar dijo que ella había asistido casi un año y en la de Toledo obtuvo calificaciones regulares. TWP no verificó nada.

Por su parte, la policía de los servicios antidrogas y asistentes de protección a la infancia participaron igualmente en investigar, infructuosamente, la ubicación del niño, así como muchos profesores que revisaban a los niños (el texto decía que el niño iba a la escuela); un chico con pinchazos en los brazos no pasaría desapercibido. La policía instruyó a sus soplones del bajo mundo. Nada. Cooke fue despedida.

Jorge Claro León

En Latinoamérica hubo un famoso: Nahuel Maciel. Este hombre audaz un día se presentó en la redacción del periódico argentino El Cronista; traía recomendaciones de Eduardo Galeano y de Oscar Taffetani; dijo ser indio mapuche y que Le Monde, de París y The National Geographic, le habían publicado algunos trabajos; presentó fotocopias. Le creyeron. También presentó una entrevista con Mario Vargas Llosa ¡por fax!, increíblemente, se la publicaron. A partir de ahí los lectores pudieron deleitarse con entrevistas a Umberto Eco, García Márquez, Juan Carlos Onetti, Carl Sagan, Ray Bradbury… era increíble cómo los directivos no se preguntaban cómo le hacía aquél reportero para lograr tan extraordinarias exclusivas.

El falsificador hizo un libro con prólogo de Eduardo Galeano, nada menos. Su declive llegó cuando presentó fotos de un museo en Tucumán donde se exhibían restos humanos. Organismos de derechos humanos lo desmintieron, también el gobernador de esa región. Poco a poco fueron descubiertas sus falsedades: el trabajo de Onetti lo plagió a María Esther Gillio. El sacerdote Mamerto Menapace lo denunció como plagiario, pues demostró que el libro de Nahuel era una copia de su libro Prior de la Ciudad de los Toldos. Se retiró el libro de Maciel y ya no publicó más en El Cronista. Fue el fin temporal del falsificador que durante dos años (1991-1992) engañó a muchos. No era mapuche y ni siquiera se llamaba Nahuel Maciel.

Los casos son abundantes, no alcanza el espacio para reseñar las falsificaciones de Tomasso Debenedetti, por ejemplo (“el que mató a Vargas Llosa”), desde 2006 ha inventado entrevistas con personajes de la talla de Philip Roth, Gunter Grass, Nadine Gordimer, José Saramago, J. M. Coetzee, el Dalai Lama, Lech Walesa, Mijaíl Gorbachov, Noam Chomsky o el Papa. A finales de julio pasado se hizo famosa una chilena radicada en España, Ximena Marín Lezaeta, que inventó entrevistas para al diario La Tercera de Chile; ya fue despedida.

En algunos casos, la ley ha sido drástica con los falsarios (algo que le vendría muy bien al periodismo). Por ejemplo, el 23 de diciembre de 1996 el periodista alemán Michael Born fue condenado a cuatro años de cárcel por vender 16 reportajes falsos a varias cadenas de televisión sobre una supuesta célula del Ku-kux-Klan en Alemania:

“autor de numerosos reportajes ficticios, fue condenado ayer en Coblenza a cuatro años de cárcel por engaño, violación a la ley de control de armamentos, maltrato de animales y simulación de delito. Tras 20 meses de juicio […] se consideró al periodista culpable de haber realizado 16 reportajes falsos que luego vendió como auténticos a diversas cadenas privadas de televisión.” (Diario ABC. 25 de diciembre de 1996).

El periodismo en nuestro país no difiere mucho del resto del mundo, comparativamente será peor si apuntamos toda esa etapa de dominación priista, que entre otros, documenta muy bien Jacinto Rodríguez Munguía en Las Nóminas Secretas de Gobernación y en La otra guerra secreta. Los archivos prohibidos de la prensa y el poder, cuando, desde la secretaría de Gobernación (en tiempos de Díaz Ordaz, Echeverría y López Portillo) salían los editoriales, artículos y columnas o las órdenes para tal enfoque de ciertos medios.

Raúl Ramírez Martínez

No se cree que aquellas prácticas terminaron con esos sexenios. Por eso podemos hallar —como consigna Marco Levario Turcott en su libro Primera Plana. La borrachera democrática de los diarios— a dos “autores” de un mismo texto. El 31 de julio de 1994, Juan Ruiz Healy en Novedades y Juan Bustillos Orozco en La prensa firman párrafos idénticos. Los ejemplos abundan.

Hoy la prensa de calidad admite sus errores y los rectifica. En etcétera constantemente se evidencian los errores de los medios, y muchos, al ser descubiertos, no lo admiten ni se disculpan con su audiencia, simplemente los borran, y se quedan como si no hubieran existido (aunque permanecen los títulos de los enlaces vacíos en Google), así ocurrió cuando publicamos los errores de El Universal en el número pasado de la revista (“Los falsos historiadores de El Universal”). El “trabajo” evidenciadose eliminó y nada dijo ese medio por su negligencia.

Hoy los errores, las falsedades, los plagios, las invenciones se multiplican de manera espantosa porque los medios se copian o imitan unos a otros. Todo el tiempo observan a sus competidores y se alinean por donde ven los clics. En muchos casos, en lugar de verificar y ampliar la información, citan al medio que publicó primero, lo cual no los exime de ser cómplices del error.

Más de dos siglos después (fueron escritas en 1799), las palabras de Joseph Dennie, director de Farmer´s Museum, son actuales: “Un director copia la insensateces de otro, la mala gramática, las observaciones triviales, las noticias sin importancia, la poesía de quinto patio y los aburridos ensayos pasando de mano en mano y la mediocridad goza de una especie de inmortalidad periodística.” (La invención en el periodismo informativo).

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