jueves 28 marzo 2024

IMSS: diagnósticos que pueden matar

por Marco Levario Turcott

 

El dolor que siento en el páncreas, ahora es apenas perceptible. Digamos que sobre todo es un recordatorio de lo que me ocurrió hace poco más de un mes, y también es un acicate para relatar desde cuando ese mediodía mi esposa y yo salimos de nuestra habitación con sonidos de angustia para adentrarnos a la clínica del IMSS, Gabriel Mancera, allá en la colonia del Valle.

Dejo a ustedes imaginar la estampa macilenta y encorvada con la que me dirijo a la persona para entregarle mi carnet y responder a sus preguntas sobre mis dolencias. También les dejo la voz metálica y su mirada extraviada en no sé dónde, con la que me regresa los papeles y nos pide esperar. Puede ser mujer u hombre. Da lo mismo.

Camino rumbo a la nada pues no hay asientos y busco reposo lentamente en el piso. Gabriela me da una botella de agua de la que bebo pequeños sorbos. Esperamos alrededor de media hora hasta que escuchamos la voz metálica diciendo mi nombre para que “rapidíto por favor” entráramos a la sala de urgencias. Lo hacemos. No alcanzo a ver quién le da a Gabriela la bolsa con una bata azul que debo ponerme luego de desnudarme, apenas por la ranura de la puerta atisbo que hay aproximadamente doscientas personas esperando.

Ya estamos en la sala. Está como en penumbras pues fallan varias lámparas. Calculo que es de diez por diez metros pero el hecho es que no tiene cabida para tantos enfermos. Al fondo en un pasillo esperan dos jovencitos que escuchan música con sus audífonos, ella lo consuela bailando invitante, tratándo de ser discreta. A su lado hay una anciana escuálida con el rostro paralizado y enseguida un señor cincuentón, alto, fuerte, robusto, conectado a un tanque de oxígeno, y muy locuaz para saludar al personal y hasta para preguntar qué había de comer el día de hoy: es un hombre acostumbrado a vivir entre los enfermos.

Mi mujer entra conmigo al baño que, ya se sabe, bromeamos, está al fondo a mano izquierda. La luz es tenue. Se desparraman del cesto papeles embarrados de mierda junto con restos de jeringas, gasas y ampolletas. La atmósfera sombría ayuda a acelerar el ritmo. Salimos rumbo al escritorio donde una señora enorme, tarda, como luchadora de sumo, me pregunta con voz de canario otra vez mis datos y pide que entre a esa sala de diez por diez. La luchadora de sumo le advierte a Gabriela que debe esperar allá afuera, y ella y yo nos despedimos con una sonrisa suave y una mirada de esas apacibles.

Entro lentamente, el dolor es muy fuerte. Me siento. Miro alrededor. Hay veintisiete enfermos, unos recostados en camillas, otros en sillas de ruedas y otros más, como yo, en los asientos duros de plástico. A mi lado derecho hay un señor como de sesenta años, con las plaquetas tan bajas que ya sabe que lo internarán de urgencia dentro de unas seis o siete horas. En el costado izquierdo miro las nalgas de rana de un anciano sin color en la piel y que inflama el tórax cada que abre la boca para tomar aire. Tengo la sensación de que está tocando el tubo de su cama para cerciorarse de que aún sigue vivo.

Saludo al de las plaquetas tan bajas y él responde amable, es como si nos hubiéramos visto en una cantina para jugar dominó aunque en lugar de preguntar por los tragos al mesero o acordar qué canción de Guty Cárdenas pedir al trío, platicamos sobre qué tanto nos duele el sufrimiento que tenemos. A él, a una señora y a mí nos hermana el mismo soporte gotero con el que nuestras venas reciben medicamento y suero. (“Tranquilo señor Livorio”, me dice una joven en tanto mira el reloj pues se acerca la hora de salir: “No le va a doler nada el piquetito. ¿Ya vio?”. Y se fue sin oírme. Solo me dejó un vaso de agua del tamaño de un caballo tequilero)

Llama nuestra tensión una mujer alta y delgada que clama atención para su madre. Tiene el rostro crispado por la ira. Y siento como si la entendiéramos todos aunque estuviéramos callados: el “espere un momento” llevaba más de cinco horas. Su madre estaba apoltronada entre un poncho, un cojín y frasadas de agua fría que su hija le colocaba en la frente. Tenía cuarenta grados de temperatura, según escuchamos.

El dolor me hace gesticular, tanto que hasta creo que mis muecas obedecen a esas prácticas curativas que tienen el embrujo de los salmos. El dolor me dobla pero la sangre se regresa a la manguera e invade al suero. Me lo advierte el de las plaquetas bajas, y lo hace como cuando entre amigos te dicen que no te hagas pendejo con tu trago. Trato de concentrarme.

En frente de mí se encuentra una señora de mediana edad y cabello rojo alborotado como estropajo. Exige un “cómodo”, es decir, una de esas piezas metálicas donde vaciamos las entrañas cuando no podemos caminar. Junto a ella está el muchacho enorme, ese al que le bailó su novia minutos antes. Le dice orgulloso a los demás enfermos que a él no le dolió la aguja con la que le inyectan antibióticos. También les dice que de un momento a otro se irá porque saldrá de viaje con su chica. Está delirando.

Es la hora de las visitas. También la hora de comer. Yo no puedo, me dice la luchadora de sumo. Gabriela entra con mi botella de agua pero una enfermera madura, relumbrante de maquillaje, dice que tampoco debo tomar. Enseguida, como si fuera en cámara rápida de cine entra una doctora que con la mano me apura a seguirla a la esquina de la sala para que me sienta el estómago. Eso hace. Mmm, dice. “Esto es la vejiga. No hay duda”. Vaya al baño a orinar y pida que le hagan sus análisis. “Bueno gracias, al rato lo veo”. Gabriela y yo sólo cruzamos miradas de desconcierto y luego polemizamos sobre si mis meados tenían el color de JB o el Johnny etiqueta azul.

El dolor se incrementa.

Me siento otra vez. Llega la mujer relumbrante y de inmediato me encaja varias agujas como si estuviera probando el color de sus bilés. Sonríe el de las plaquetas mientras frente a mi la señora del pelo rojo caga con tanta felicidad que parece estar agradeciéndoselo al mismo Dios. El hedor proviene de sus necesidades descargadas, también de medicinas y alcohol friccionado junto con cierto aroma de papaya que provenía del postre, un olor al que yo me aferré en seleccionar como si fuera un catador de buenos vinos, para no vomitar.

Es cambio de turno. Fijo la mirada en el bote de basura con los desperdicios de aquello que ya dije: debe irse mi esposa pero antes le pido un sorbo de agua. El señor de las plaquetas nos pide para él, además, porque no quiere quedarse dormido: tiene la sensación de que ya no despertará, y lo dice tan tranquilo como cuando uno escucha a Guty Cárdenas. Tomamos el agua los dos. (Me limpio la frente con papel higiénico que Gaby me dejó porque estoy empezando a rezumar de calor)

Llega el personal de relevo: cuatro mujeres jóvenes y un señor que parece gorila para treinta y dos enfermos que entonces ya somos: escriben no sé qué en pedazos de papel. Lanzan al aire los papeles. Caen desperdigados en el escritorio. Me doy cuenta. Nos están rifando. Oímos números como cuando de niños en la Loteria saltábamos al escuchar los gritos de “El borracho”, “El negrito” y “La muerte”. Sólo que en este caso eran nuestros números. Yo soy el siete, el que le tocó en suerte al gorila que, con una pera en la boca, me pregunta “Cómo sigue señor Livorio”, revisa el suero y se va. Tiene la indiferencia cincelada en el semblante y restos de fruta en la boca.

El anciano con el culo a la intemperie resuella. A un lado suyo llora una señora porque luego de cuatro horas todavía no hay cama para que le operen la hernia. La peliroja ronca con un vigor que seguro anhelamos más de uno de los ahí presentes. Al fin se va el de las plaquetas rumbo a su cama. Nos damos un fuerte apretón de manos. “Usted no señor Livorio porque tenemos que darle preferencia a los más graves”. Le digo al orangután que yo no sé que tengo aún. Responde que no tarda el médico pero parece que sólo tengo el colon irritado. Comprendo, pero necesito acostarme.

Son las nueve de la noche. Cuando estoy por ir al baño a acostarme ahí furtivamente, llega el gorila con una camilla para otro paciente. Me regaña por no estar en mi lugar, no respondo porque estoy más preocupado por tapar mi dignidad trasera. Camino como puedo rumbo al elevador y luego unos doscientos metros hasta un cuarto donde, más o menos media hora después, entro para que revisen todos mis intestinos, en particular, la vesícula. Todo a ritmo macilento y con la mano izquierda procurando no enseñar el culo.

 

“Que no tiene nada don”, advierte el gorila como si fuera un espectador desilusionado porque no llegó al evento su cantante preferido. Sólo el colon irritado. Le digo que no aguanto mas, que me voy, dice que como yo quiera pero que debo ir a trabajo social a tramitarlo. Lo hago, aunque en el camino siento que el estómago y los riñones me van a reventar. No está quien puede atenderme. “Disculpe”, dice un policía, “es que los lunes se nos arrejunta más gente”. Voy otra vez a mi casilla, soy el número siete. Ando en penumbras por varios pasillos, entre camillas, biombos, portasueros y desfibriladores conectados a mujeres y hombres que sufren y se quejan como almas en pena. Quizá por ello, para cerciorarme de que no éramos sombras, le pregunto a un jovencito qué hacía caminando por ahí, me respondió que estaba esperando desde hace como dos horas que le pusieran más medicamento.

A unos pasos de llegar a mi casilla número siete, un doctor que parece también autoridad me dice radiante que ya hay una camilla para mí. Me pide que lo siga y eso hago. La veo y me siento muy feliz, no importa el colchón delgado y roto ni que esté vencida la camilla de un lado ni que las sábanas se hallen carcomidas. Yo quiero acostarme, de poderlo hacer incluso saltaría como lo hice en la cama cuando niño. Pum, pum, pum. No importa que pongan la cama en un corredor donde se bifurcan enfermeras y doctores con pacientes y sus familiares. Son las once de la noche. No importa el chiflón que me enfría los pies, al menos me refresca el culo, digo, me digo, para ignorar el dolor. Y río quedamente. Me doblo y al fin sitúo mis manos entre las piernas. Aprieto fuerte los ojos, como cuando en la infancia uno así espantaba fantasmas. Dormito entre farfullos y olor a medicina.

Cerca de la media noche llega una mulata de ojos enormes y acento tabasqueño. Muy seria dice que es colitis, sin duda. Muy serio le respondo que qué guapa es y ella sonríe piadosa, como dispensándole el rabo verde al viejo enfermo. Circunspecta reitera mi irritación en el colón y la dieta blanda que debo seguir. Se despide porque va a firmar mi hoja de salida y de inmediato llega Gabriela que había escuchado todo, y mientras me preguntaba por la mulata yo solo fruncía el ceño porque me estaba tomando, entero, un refresco de manzana helado.

Estamos contentos. Sólo falta que me desconecten el suero y me den el pase de salida. Ah, y la medicina: dos pastillas y media de ibuprofeno, solo eso porque el resto me lo recetará el médico familiar, a quien debo pedirle cita. Gabriela y yo nos abrazamos fuerte y nos fundimos entre ráfagas de palabras, aunque casi me desvanezco entre ella porque el dolor me estaba venciendo. Aún no sabíamos que no era el colon sino el páncreas. Y que aún faltaban varias inyecciones y sondas, y por lo menos dos semanas de ayuno.

Lo que en esos momentos importaba era la madrugada fresca, respirar la oscuridad juntos y a mí el enorme gusto de andar los mismos caminos que decenas de miles de personas andan en el sistema de salud de nuestro país.

La pancreatitis terminará por ceder. Pronto seré operado en la Raza, sí, ahí donde hace seis años iba a perder la pierna izquierda. Me quitarán la vesícula. De algo también estoy seguro: nunca olvidaré a esos muchachos que se abrazaban tanto y que oían música para bailar traviesos sin que, según ellos, nadie notara su afrenta. Siempre recordaré esa forma de encarar la adversidad. No tienen nombre ni yo existo para ellos, seguro. Pero están en mi memoria. Siempre. Es el rostro de un muchacho enorme presumiéndonos que no le dolía la inyección. Espero que pronto encuentre rumbo su tiroides dislocada. Nunca me quitaré de la memoria su sonrisa radiante. Tampoco el rostro de su novia, delgada y delicada, que alzó la mano para despedirse de él, con ese donaire que dice que ella lo estará esperando, ahí donde ellos ya saben.

 

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