martes 16 abril 2024

El parricida de la Ciudad de México

por Mariano Yberry

Este artículo se publicó originalmente el 22 de noviembre de 2016.

 

No podía verlas, pero sabía que allí estaban. Las cámaras expectantes a grabar lo que se convirtió en una historia de Hollywood hecha realidad. Sabía perfectamente que cientos, quizá miles de personas, esperaban que la verdad de su plan saliera por la boca del procurador, aunque el público no estaba preparado para lo que venía.

 

 

Todo se salió de control, quizá todo se salió de control; se perdió el manejo de la situación cuando hace dos meses él y su novia, Pamela Soto, planearon el homicidio de León Serment y Adriana Rosique, sus padres.

 

 

Los pensamientos fluyen y fluyen mientras el abogado le explica la situación. Todo es silencio a su alrededor. Sus ojos fijos en la fea corbata de su representante legal. Su saco barato como fondo. Las plumas chorreantes que carga en su bolsillo le recuerdan el río de sangre que brotó de su padre el día que lo asesinaron, frente a él, esa fría noche de 27 de agosto, cuando a León Serment le clavaron 46 veces un cuchillo: 12 veces fueron suficientes.

 

 

El río de sangre. Él, parado a un lado del cadáver, mientras su perro no dejaba de ladrar. El río de sangre que crecía mientras su padre lo buscaba, pensando si su vástago estaba herido. No sabía que lo observaba agonizar confiando en sus cómplices. Ni siquiera pensaba que el homicidio lo planeó su propia sangre.

 

 

Sin registro en las cámaras. Sin registro en la memoria del personaje que inventó Benjamín en un intento por engañar a las autoridades; un doble que finge no tener recuerdos del plan para asesinar a sus padres, justo en el punto ciego de la cámara de seguridad que apunta a Periférico y Alconedo.

 

 

Lo que sí recuerda es cómo pidió ayuda, no sin antes subir a su perro al departamento de su padre (a unos metros de la escena del crimen). Vio a Pamela; ella ya lo esperaba. Quería ver en su rostro el desarrollo de los hechos. La palabra no dicha, con la mirada. El silencio cómplice.

 

 

Cinco, diez minutos, quizá menos o más. El punto era asegurarse que los ojos de su padre quedaran inmóviles y algún paramédico declarara la hora de la muerte.

 

 

Su pasividad sería tomada en cuenta por los investigadores. Cada elemento se fue conjugando como el patrón en la camisa del abogado que ahora mira fijamente; cada indicio apuntaba a que el asesinato de León Serment no había sido casual ni producto de la rabia de unos asaltantes cuyas víctimas no traían nada de valor consigo (así lo declaró Benjamín, totalmente ileso, a la policía).

 

 

En entrevista con Joaquín López-Dóriga, el 11 de octubre, desde el Reclusorio Norte, el presunto parricida calificaría como una barbarie el hecho de que la Procuraduría sostenga que “no hizo nada para defenderlo”.

 

 

Con las manos tensas, hablando lentamente, cuidando cada palabra, con los ojos mirando a los lados y calculando las reacciones del conductor de Chapultepec 18, Serment Rosique diría que no hizo nada porque sabía que los presuntos asaltantes tenían un arma.

 

 

Narra: llegaron por atrás (al darse cuenta que inicio mal su relato, toma una pausa y prosigue), lo tiraron al piso y escuchó cómo golpeaban a mi padre. Nunca pudo concretar el escenario en el que él se daba cuenta de la existencia de una pistola.

 

 

Esto, con el tiempo, haría que los agentes sospecharan de él. Posteriormente descubrirían que los autores materiales conocían las claves de seguridad de las tarjetas del director de “Efecto Tequila”: tras perpetrar el homicidio fueron a cajeros a retirar efectivo. Lógicamente, esto no era posible sin un cómplice en el círculo más cercano del cineasta.

 

 

A esta situación no supo responder Benjamín cuando el 13 de octubre Adela Micha también lo entrevistó en el Reclusorio Oriente. Sin perturbación, dice que no puede hablar por otras personas.

 

 

El 30 de septiembre, mientras el procurador Adolfo Ríos cuenta a la prensa todo el homicidio, Benjamín piensa en el estupor que generó el deceso de su padre. No sólo era la muerte de un querido director de cine, en realidad era el salvajismo con el que le quitaron la vida, un salvajismo que se contagia en una ciudad en la que las personas se sienten cada vez más inseguras.

 

 

La muerte de León generó enojo, molestia, miedo. Pero faltaba su madre, Adriana Rosique, quien en cada interrogatorio iba encontrando las piezas del rompecabezas que había creado su hijo y su novia, a quien nunca le tuvo confianza.

 

Y es que fue algo insólito que aquella noche del 27 de agosto, Benjamín y Pamela visitaran a León. Su expareja y su vástago nunca se llevaron bien, y su novia sencillamente parecía una mala influencia que sólo empeoraba las cosas. Según la versión que dio a Micha, estaban tratando de arreglar sus problemas.

 

 

Cada minuto que trataba de entender lo que sucedió, en medio de sollozos y del dolor de perder al hombre de su vida, a quien la llevó a descubrir su verdadera pasión, Adriana se daba cuenta que lo único que no cuadraba ahí era la presencia de su hijo.

 

 

Cuánta culpa sintió durante dos semanas al pensar que su vástago sería capaz de asesinar a su padre. Sabía que Benjamín siempre estuvo en tratamiento psiquiátrico, recordaba las peleas de años que quedaron registradas en la memoria. Pero una madre nunca piensa lo peor de su hijo aun cuando tiene la realidad frente a sus ojos.

 

 

Tantos pensamientos como un coágulo que explota justo en el cerebro, tantas variantes, tantas preguntas.

 

 

El sentimiento a flor de piel. Las divagaciones constantes. Es normal que Adriana Rosique pensara por más de tres días si aceptaría la invitación para hablar del homicidio del padre de su hijo en el programa radiofónico “Por la mañana” de Ciro Gómez Leyva, uno de los programas con mayor audiencia nacional.

 

 

Más que hablar de las miles de firmas recolectadas en Change.org para exigir a las autoridades capitalinas el esclarecimiento de los hechos, Adriana recordó cómo conoció a León al terminar la carrera de Economía, recordó cuán importante fue en su vida, sobre todo por Benjamín, a quien describe totalmente desubicado, inconsolable, perdido.

 

 

Rosique hablaría para todo el país tres días antes de morir. Apareció ahorcada con una sábana, colgada del marco de una ventana, la mañana del 19 de septiembre. Una foto de León, Benjamín y ella la observaron partir de esta vida.

 

 

El propio Goméz Leyva da la noticia del suicidio de Adriana Rosique, sin precisar los detalles del hecho. En entrevista para etcétera, recuerda que recibió el correo con la noticia de una de las personas que acompañó a la productora de cine al estudio.

 

 

Adriana habría alcanzado a León, tan sólo un par de días después de conmover a los oyentes matutinos con su trágica historia de amor. Un suicidio shakesperiano para los románticos escasos.

 

 

Para ese momento, nadie sabía las condiciones reales en las que se había quitado la vida. Sólo los peritos y el reportero de El Grafíco, Arturo Ortiz Mayen. En entrevista, revela que Adriana se colgó, sin que hubiera rastros de violencia, según la nota que redactó para el diario y que no se publicó.

 

 

Micha , por su parte, le preguntó a Benjamín sobre la muerte de Adriana. Aseguró que no vio el cadáver de su madre hasta la funeraria. Alcanzó a percibir en su memoria los sentimientos de impotencia, rabia y desolación que sentía en esos días. Y a pesar de ello, según le cuenta a su entrevistadora, al día siguiente sólo quería ir a la escuela a terminar su carrera y seguir con su vida.

 

 

-¿Tienes sangre en la camisa? –increpa Adela Micha a su entrevistado.

 

-Sí, je, je. Es mía, no se preocupe –responde de inmediato mientras se pone una chamarra rosa.

 

-No, yo nunca dije que no fuera tuya pero me llam…

 

-¡No! Je, je. Es mía. Es que me exprimí un granito y se me manchó. No se preocupe.

 

 

***

 

 

Cuando se perpetró el asesinato de León, Alejandro Domínguez Hernández y Sarahí Navarrete ya habían cobrado seis mil pesos por el trabajo. Habían acordado un pago de 100 mil pesos. Al menos algo habían ganado tras aceptar ser cómplices del plan de Benjamín y Pamela, amiga de Sarahí.

 

 

Un expolicía que no pasó los exámenes de confianza y su novia habían ayudado a Benjamín a cometer el parricidio que planeó durante dos meses. Quizá había germinado durante años, dejando atrás cualquier buen recuerdo, cualquier síntoma de empatía humana, de amor hacia quienes le dieron la vida y lo procuraron durante 22 años. Todo se perdió por el rencor que le guardaba a sus padres y la inherente imagen de su madre maltratándolo.

 

 

Pero “no hay recuerdos”. Con esa frase responde a López-Dóriga cuando le cuestiona si se reunió con los asesinos en el Metro Miguel Ángel de Quevedo. No hay recuerdos de cuando les dijo: “Quiero que maten a mis padres”. No hay recuerdos…

 

 

Aun sin memorias del amor de sus padres, ellos lo cuidaban aun muertos: habían comprado un seguro de vida para su vástago, el cual también fue un incentivo para planear los homicidios.

 

Con Micha, afirma que no tenía conocimiento de ninguna póliza o seguro, pero explica que no podía cobrar el seguro toda vez que su madre se había suicidado.

 

 

El río de sangre en su mente y la chorreante tinta de un abogado que no deja de hablar, aquel 30 de septiembre. El río de sangre mojando sus memorias mientras el procurador revela que Benjamín Serment no sólo contrató a la pareja homicida para asesinar a su padre, sino también para que mataran a su madre (también por 100 mil pesos). Fingirían un suicidio. De ahí el toque tan cinematográfico: Adriana, antes de morir, vio la foto de su ya inexistente familia.

 

 

Desde que Alejandro y Sarahí entraron al departamento de Rosique, tenían en mente el retrato que dejarían caer por ahí, como seguramente vieron en la televisión o en el cine. Todo después de que Benjamín y Pamela sorpresivamente la visitaran y dejaran la puerta abierta.

 

 

Repitieron la escena: cometieron el asesinato y fueron a sacar el dinero de cajeros, mientras Benjamín ya tenía la coartada: no estuvo con su madre porque llevó a su novia al hospital, sin pensar que fácilmente las cámaras de seguridad refutarían esta versión.

 

 

Su frágil mentira también quedaría en evidencia frente a López-Dóriga. En menos de 10 minutos dio dos versiones completamente opuestas: fue a visitar a Pamela y, para no correr riesgo al caminar por la madrugada, se quedaría con ella; la segunda era parecida a la que dio a las autoridades, palabras más, palabras menos.

 

 

Y repite la dosis con Adela: -Yo estuve en el hospital con mi novia –dice Benjamín.

 

 

-Pero no hay registro de esa visita, Benjamín.

 

¿Cómo te explicas que no haya registro? –cuestiona, efusiva, la periodista. -Debe haberlos… -musita, tras un largo silencio. -Pues no los hay. -Pues debe haberlos.

 

-¿Y qué hay de las cámaras de seguridad que

 

te ubican en otro lugar y no en el hospital?

 

 

Silencio. Mirada fija en quien lo deja expuesto: “Debe haber registros”.

 

 

***

 

 

Ahora es difícil saber qué piensa Benjamín. La esencia de las ideas que lo llevaron a asesinar a sus padres. No hay poder humano que registre en la carpeta de investigación CI-FTL/TLP-2/UI-1/C/D/ 01055/09-2016 qué impulso surgió de su ser para cometer el parricidio. Eso sería lo más importante: qué lleva a una persona a querer asesinar a su madre y a su padre, y pensar, aún más, en obtener una ganancia económica por ello.

 

 

Un caso que quedará plasmado en la nota roja, en el imaginario colectivo como un reducido “uy, qué horror”. En tanto, Benjamín recordará el río de sangre que vio brotar de su padre mientras observa parlotear a su abogado. Una escena enfermiza y tergiversada de El extranjero, alguien que se siente ajeno a la humanidad: “Hace un mes mandé a matar a mis padres. O quizá ayer…”.

 

 

La memoria falla: “No hay recuerdos”. Ahora sólo queda esperar 70 años a que la ejecución natural de la vida lo maté, y quizá, alguien recuerde el caso y lancé gritos de odio, sorpresa, consternación o un simple “Ah, creo que sí lo recuerdo”. Pero no hay que olvidar un detalle: a veces, simplemente, no hay memoria, no hay recuerdos. A veces vale más una #Lady100Pesos: la joven ebria que intenta sobornar a un policía y que merece la cobertura de los medios nacionales por más de un mes, que un parricida que a sangre fría trata de engañar a la opinión pública con discursos preparados que sólo lo dejan más en evidencia. A esto último los diarios no le dedican más de una semana.

 

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