sábado 20 abril 2024

Escritores y radiodrama: entre líneas

por Emiliano López Rascón

En las esferas culturales surgidas de la posguerra, la radio fue un medio cada vez menos apreciado. Desplazada por la penetración de la televisión, el glamour del cine, el poder político del periódico, el encanto teatral o la fuerza global de Internet, la actividad radiofónica parece acomplejada, de bajo perfil y no se diga frente al prestigio de la actividad literaria. Cualquier biografía artística o intelectual consigna la obra escrita, filmada o compuesta de la personalidad en cuestión; pero salvo raras excepciones, la trayectoria radiofónica solo se registra cuando se trata de alguien dedicado sustancialmente al medio. Hagamos la prueba:

¿Qué tienen en común los escritores Walter Benjamin, Alejo Carpentier, Rodolfo Usigli, Arthur Miller, Dylan Thomas, Tristan Bernard, Harold Pinter, Antonio Skarmeta, Elfriede Jelinek, Samuel Beckett, Carlos Monsiváis, Ingmar Bergman, e incluso nuestro recientemente fallecido Vicente Leñero… con otras personalidades como: Norman Corwin, Gabriel Germinet, Nick Warburton, Caridad Bravo Adams, Yuri Rasovsky, Giles Cooper, Iris Dávila, Théo Fleischman, Howard Koch, Félix Benjamin Caignet, Carlos del Prado o Carlos Chacón? Pues que todos ellos tienen obra y trayectoria consistente como guionistas radiofónicos. No es solo que en alguna temporada hayan conducido programas o se hayan ganado la vida como redactores de algún noticiero, no, Escribieron (así, con mayúscula) y adaptaron relatos, libretos, dramaturgia para la radio como parte sustantiva de su actividad artística. La diferencia es que los primeros migraron a otras plataformas para desarrollar su carrera publicando, filmando o escribiendo para la pantalla o la escena, mientras que los segundos se concentraron en escribir para el medio sonoro. Recordamos o resuenan los títulos de El derecho de nacer, Las aventuras de Carlos Lacroix o Chucho El Roto, pero no los nombres de sus autores, que son los tres últimos nombres enlistados. Todos hemos oído hablar de La guerra de los mundos de Orson Welles, pero no de Koch, que escribió su guion, más famoso en dado caso por ser también autor del libreto de “Casablanca”.

De la naturaleza efímera del sonido se deriva que la radio también lo sea, a pesar de que las tecnologías de fijación: gramófono, cilindro vinilo, cinta magnética, etcétera, existan desde antes de las primeras transmisiones. La impermanencia de lo radiado parece extenderse al escaso registro existente de los ejercicios literarios realizados para este medio. La estela dejada por el talento de narradores y poetas en la historia radiofónica es débil, siempre más localizable en los anales y catálogos de las radiodifusoras que en las bibliografías de los escritores. Dos ilustraciones: El rinoceronte de Eugene Ionesco fue primero estrenada como obra de Radio en la BBC el 20 de Agosto de 1959 y solo un año después se estrenó adaptada en escena. Hoy se encuentra en cualquier lado la obra teatral y el guion original no solo permanece inédito, sino que es inencontrable. La ficha de Arthur Miller en la Wikipedia consigna toda su obra, excepto sus obras y adaptaciones para radio. Parecería que entre 1940 y 1945 solo escribió la novela Focus y el drama The Half Bridge cuando en ese prolífico periodo creó trece piezas dramáticas para radio. La censura que le aplicó el macartismo, expresada en Las Brujas de Salem se la aplica su biografía wiki a su actividad radiofónica, como si de trabajos innobles se tratara o, en dado caso, no considerables como obra literaria. Sería un detalle accesorio de su vida que eventualmente contaría como forma de ganarse la vida; pero externa a su creación. Luz María Sánchez, estudiosa de la obra sonora de Samuel Beckett, apoyada en las opiniones de Martin Esslin y Everett C. Frost, advierte la misma situación en el corpus del dramaturgo a pesar de que Embers, producida por la BBC Radio, ganó el prestigiado Prix Italia de 1959.

Los casos similares se multiplican. Algo del folletín, del melodrama barato o del suspenso forzado para ir a los anuncios de detergente parece impregnar las valoraciones críticas a la dramaturgia radiofónica, algo de los usos propagandísticos totalitarios y la facha propia de un medio que no se cuida el peinado, que no refulge, ajeno a la mirada exquisita del crítico que en caso de escuchar reserva sus oídos para la apreciación musical. En la industria de la cultura hay una mercadotecnia musical que pasa por los 40 principales y los articula con el estadio refulgente, atronador, repleto de fans y con el bulevar Sunset donde Grammys y Óscares desfilan y compiten en alfombras rojas. En Times Square cruzan estudios de televisión con las marquesinas de Broadway. El Pulitzer y el Nobel de Literatura canonizan dioses de las letras; pero el arte radiofónico, su poesía y los sueños con un arte total de Weil, Brecht, Deharme se ocultan tras un velo en blanco y negro (porque ya no logramos imaginar en colores), ajeno a la pantalla, monoaural, caduco y desplazado por las pantallas, remite a nostalgias de infancia, a escenarios con olor a naftalina que ya fueron.

Nos refiere Seán Street en The Poetry of Radio: The Colour of Sound que al productor belga Edwin Brys no le gusta la idea de que haya “radio arte”. No hablamos, dice, de “música artística”, simplemente decimos: Música; no hablamos de “pintura artística” decimos Pintura; así que con decir: Radio debería ser suficiente… ¡pero no lo es! Aunque si hay algo chocante en la idea de una radio artística -como si la radio de entretenimiento/periodística necesitara algún desodorante- también es cierto que habitualmente se recurre a la expresión Cine de Arte para diferenciar un churro comercial y de receta taquillera frente a uno que invita a sentir y pensar la vida fuera de lo predecible. Lo mismo ocurre con la fotografía y el teatro Broadway/Off-Broadway hasta Off-off-Broadway, es decir que hay una categoría (que en muchos casos opera como simple prejuicio) con la que es certificada críticamente la autenticidad artística de una expresión determinada por su distancia de lo que Adorno llamaba “La Industria de la Cultura”. Si la apuesta es fallida, la realización torpe o de plano resulta una jalada, es otro tema; el valor de mercado de una obra puede o no coincidir con el valor de culto y hay veces que la historia concede ambas bendiciones a un producto artístico, pero a menudo la necesidad de éxito masivo incide en el proceso creativo, manifestándose como complacencia estética o su opuesto complementario: la mera provocación como estrategia mercadotécnica.

Como sea, en el caso de la radio se vuelve importante el matiz, incluso el barniz de llamarlo Arte porque en este medio esa vocación estética ha quedado sepultada por las funciones periodísticas, educativas o de entretenimiento que en su origen estaban en equilibrio. La televisión fue otra víctima de su propio poder masivo y pagó su precio diluyendo su carácter estético. También se recurre al término “video arte” como algo aparte de la producción televisiva; mas el destino de la radio ha resultado más marginal aún; ya que desde la posguerra su propio poder quedó mermado y sustraído en gran medida por el creciente de la pantalla chica.

La radio nació transmitiendo palabras incluso antes que la voz. Cuando se liberó de los cordones, el texto escrito ya se codificaba con ese primitivo sistema binario que es el código Morse, hoy prácticamente extinto. La radiotelegrafía demandaba la escucha entrenada de los operadores que detectaban los secos tonos en medio del caos hertziano al que como mineros del aire le extraían sentido laboriosamente, letra por letra, hasta obtener los radiogramas. La telegrafía inalámbrica, que inventó Nicola Tesla y se fusiló Marconi, muy pronto, al iniciar el siglo pasado, fue también telefónica, con lo que la voz pudo desdoblarse además en la inmediatez. Pronto le siguió la música y, para la segunda década, cuando la evolución del arte radiofónico los hizo necesarios, en la entonces llamada Telefonía Sin Hilos, surgió la elocuencia de los ruidos. Así podemos contemplar la maduración de la telecomunicación sonora como una adquisición progresiva de corporeidad y la expansión de su espectro sensorial.

Probablemente la radio salvó a la torre Eiffel de ser demolida, dándole una viabilidad como potente antena de telecomunicaciones, inicialmente militares (ahí se captó el famoso “radiograma de la victoria” decisivo para el desenlace de la primera guerra mundial) y después para usos civiles. A partir de 1921, desde ahí emitía Radio Torre Eiffel donde colaboradores como Paul Castan, Gabriel Germinet y Paul Deharme sentaban las bases conceptuales, formales y técnicas del radiodrama -llamado entonces justamente Arte Radiofónico- como forma artística específica a la que es necesario un guionismo apropiado en un medio estrictamente auditivo y temporal. Desde la torre, en 1924 se emitió la célebre ficción radial Maremoto de Germinet que alarmó a los escuchas y movilizó equipos de salvamento 14 años antes de que lo hicieran los marcianos de Orson Welles.

Era la adolescencia impetuosa en el que el cine y la radio monopolizaban la vista y el oído respectivamente, cuando lo importante ocurría ahí y grandes figuras literarias escribieron para la radio. Además de los mencionados Brecht, Benjamin y Bernard, destaca Ezra Pound con El Testamento de Francois Villón de 1931, una obra de arte radiofónico contrastante con su posterior vocinglería antisemita en la radio fascista durante la segunda guerra mundial. Grandes obras de la literatura clásica y en pleno auge de ese momento fueron adaptadas y transformadas. La dramaturgia radial era no solo una especialidad, sino un empleo prestigiado y bien remunerado. Cientos de nombres de los primeros años del arte dramático radiofónico que hoy son como cualquier otro y que quedan consignados en la oportuna publicación de Armando De María y Campos, Teatro del Aire de 1937, en la que documenta el estado del arte radiofónico con valiosas referencias globales a autores, centros de producción, obras, técnicas y principios de dramaturgia, así como un insólito avance en español de la reflexión más profunda del nuevo arte que recién publicaba Rudoplh Arnheim y que solo hasta 1980 se publicó en español.

Debemos a la radiodifusión pública europea, con la BBC a la cabeza y algunos ecos trasatlánticos aislados en Norteamérica,el que en la radio haya sobrevivido la posibilidad de expresar la palabra como texto acústico y que de manera muchas veces diletante o experimental, autores como Michel Butor, Günter Grass, Edward Albee, Darío Fo, James Saunders, Arthur Miller o más recientemente Baricco además de los antes enunciados, se hayan aproximado a la escritura radiofónica con la consciencia de que leer no es escuchar, que no solo la voz dice y suena, porque hay voz sin palabra y palabras sin voz. Mujeres y hombres de letras no deben olvidar que en la concepción de la radio, desde la telegrafía, tal vez como origen y destino, también en el principio era la palabra.

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