miércoles 27 marzo 2024

Futuro y cultura análoga (VI)

por Daniel Iván

Hace poco, en una charla con las formalidades de una entrevista, mi interlocutor me preguntaba por qué había que interesarse de una manera tan focalizada y con pretensiones hermenéuticas en el significado en sí, y si no compartía con el mundo la sensación de un profundo descrédito de la filosofía y de la semiología como disciplinas de pensamiento (él utilizó el término “semántica” pero, por fortuna, la semántica no es susceptible de caer en el descrédito, aunque a veces la forma en la que hilamos nuestros pensamientos y discursos diga lo contrario).

Un poco sorprendido por la interpelación, me limité a contestarle que las disciplinas humanas son siempre susceptibles de caer en el descrédito cuando apelan a la fe y no a la praxis y que, en todo caso, me parece que existen disciplinas que nacen en el descrédito como praxis, en una negación a priori del sentido, como la política por ejemplo, y viven felizmente en ese estatus.

Lo que es imposible que caiga en el descrédito es el ejercicio del pensamiento en sí, donde ocurren en todo caso y sin aparente control de nuestra parte todas las abstracciones, las experiencias, deslices y experimentaciones, todas las luces y las sombras que le dan sentido a eso confuso y llanamente aterrador a lo que llamamos “la conciencia de nosotros mismos”.

Probablemente las disciplinas como alimentadoras de la maquinaria académica o como terreno para el aplauso, el reconocimiento o el escalafón sean, precisamente, negaciones de lo que dicen defender; pero el ejercicio per se de los albores de nuestra mente, de sus capacidades verificables y las posibilidades aún insospechadas que la habitan es, quizá, el único conocimiento realmente factual que nos deja soñar con todos los otros de los que nos convencemos para sorprendernos de la maravilla de ser humanos y, decimos, de reinar sobre todas las cosas del mundo y del universo si se descuidan.

Sin embargo, y puesto en ese mismo contexto, el pensamiento es un acto político y tal vez el más político de todos. La naturaleza práctica de la acción social y de la “acción” en sí misma como concepto que define un estadio del ser, ha llevado a pensar a muchos ingenuos entusiastas que el “hacer” es el centro mismo de la acción política y de casi toda forma vital de la existencia. De hecho, es moneda corriente de la corrección política el afirmar retóricamente que “la acción vale más que las palabras”, tropicalización del concepto bíblico de “amar no con palabra o con la lengua, sino con actos y verdad”.1 Resulta difícil imaginarse cómo y bajo qué terribles circunstancias una lectura moral puede constituirse de una manera tan poderosa en una referencia del quehacer ideal, de la deontología del ser político; pero no resulta tan difícil entender cómo esa misma idea, vaciada de sentido, se ha convertido en todas las formas posibles del slogan, desde los discursos de Abraham Lincoln hasta los corolarios de las rabietas de líderes sindicales o presidentes municipales, que la usan en su forma deshidratada: “Hechos, no palabras” mientras levantan la mano con aires de grandeza o como si se les acabara de ocurrir.

Entendamos que al decir “palabra”, nos referimos solo a una de varias extremidades del logos. Y entendamos que al decir logos no estamos significando necesariamente la grafía o la fonía2 de una sema –concepto que fácilmente quedaría abarcado con la idea de “palabra”–, sino el impulso articulado y evocativo de una idea concretada en un discurso. En ese sentido, como materia comunicable, son tan articuladas y tan “logos” las palabras como lo son las imágenes, o los manierismos o las notas musicales. Las semas en Barthes son más contenedores que articulaciones en sí mismas: constituyen el momento en el que la articulación adquiere el carácter de significante; como “unidades de significado” no existen en las palabras o de cualquier otra forma de evocación sino a la par de estas y a veces a pesar de estas. En todo caso, me atrevo a delinear la idea de las consecuencias del logos como unidades de representación: una idea expresada contiene tanto una sema como una palabra o imagen o sonido; tanto la representación como el significado nuevo o adquirido. El significado es una consecuencia, entre otras cosas, del discurso que le busca. Hay sin embargo una conexión directa entre la conformación del logos y la conformación del acto. De hecho –y no, no estoy siendo irónico–, no hay acto sin palabra, como ya hemos propuesto en otro momento; y en ese sentido no hay acto sin logos. No hay acción sin la alquimia del verbo, y este es un principio tan cierto para la poesía como lo es para cualquier acto humano en el que esté involucrado el pensamiento.

La representación es el último momento de la construcción del logos. La conformación de las ideas en palabras o imágenes o sonidos o lo que sea, su articulación en discurso, su búsqueda de identidad, su comunicación como posibilidad. Expresadas o reservadas para uno mismo, el logos delimita en todo caso la capacidad de evocación del pensamiento en estructuras narrativas, en el propio relato; es decir, en la mente constituida como maquinaria del relato, como maquinaria evocativa del significado pero también de la carga emotiva y de la lógica que frente a él nos enlaza con el significado siguiente. Es imposible sustraerse de la búsqueda de sentido, no porque seamos “máquinas de pensar” sino porque el sentido nos reconecta con el mundo y nos induce a formar parte de él; tiende un puente en donde, de otra manera, únicamente podría quedar como experiencia plausible el horror del vacío, al que tiende la mayoría de las cosas en la existencia verificable.

El ser del logos yace irremediablemente en el lenguaje: se atiene a la representación porque adquiere de ella movilidad y empatía, así como estasis y alejamiento. La unidad de representación es al mismo tiempo vaso comunicante y aislamiento; nos delimita en la posibilidad de elegir si podemos o no comunicar lo que somos: esa configuración única de pensamientos sobre el mundo, los otros seres y nosotros mismos. De hecho, dos estigmas recorren a la representación como praxis del pensamiento; por un lado, el del valor de la representación como expresión inequívoca de nosotros mismos (lo que nuestros abuelos llamaban “la palabra empeñada”, o lo que los publicistas afirmaban cuando decían que la imagen valía más que mil palabras) y, por otro lado, el de la representación como espejismo del significado, como detrito evanescente e imperfecto que nunca alcanza para expresar lo que se quiere. La idea del lenguaje como estructura adquirida ya ha sido enfrentada en la contemporaneidad por la idea de una propensión innata a la representación y a su articulación categórica (en el sentido aristotélico de la palabra) y organizada, particularmente por la idea de la existencia de un aparato de adquisición del lenguaje, propuesta inicialmente por Chomsky3 pero aún más delimitada recientemente por los avances en la neurociencia.

En todo caso, lo interesante de asumirnos como constructores, irremediables o redimibles del logos es que no podemos tener más remedio que entenderlo como una confrontación con el estímulo. Pensar es en sí mismo un acto de confrontación, no de celebración. Frente a los signos externos, frente a todos los logos que frente a nosotros extienden su signo como en mercado ambulante, nuestra mente no se deshace en aplausos sino que se expresa en cuestionamiento y negación, casi como un instinto de preservación y como una reacción atávica y urgente. A ese cuestionamiento lo llamamos “inteligencia” y a su pretendida ausencia la hemos bautizado “estupidez”. Del equilibrio entre estos dos estados están conformadas cientos de posibilidades para nuestra mente, cientos de aciertos o gafes discursivos, cientos de entusiasmos o apatías, incluso nuestra propia extinción o supervivencia; la estructura de nuestro pensamiento llevado a la acción, que suele estar en constante tensión con el mundo salvo cuando, trágicamente, no lo está.

Conectado con la fuente, el acto de representar es el manantial de todos nuestros aciertos y de todos nuestros errores.

Notas:

1 En la primera epístola de Juan, Cap. 3, versículos 17-18. Algunos estudiosos se han dado a la tarea de rastrear los posibles orígenes de la idea “los hechos son más fuertes –o hablan más fuerte– que las palabras”, y la epístola de Juan es el rastro escrito más antiguo que existe para el concepto, semánticamente hablando.

2 Uso la idea “fonía” como expresión sonora de una palabra, en especial para distinguirla de la idea “fonema” como expresión sonora de una letra del alfabeto.

3 Noam Chomsky en Aspects of the Theory of Syntax, 1965. MIT Press.

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